Un monstruo
gigantesco que
llegó y nos
aporrió...
Armenia,
Colombia
9
de Febrero de 1999
Así
describe un niño de Armenia, quince días después de
ocurrido el desastre, el terremoto que redujo a escombros buena parte de
esta ciudad y de otras poblaciones del eje cafetero colombiano la tarde
del lunes 25 de enero de 1999. Es difícil precisar el lugar donde
el niño fabricó su certera definición de lo
ocurrido, pues alrededor todo está derrumbado y de la ciudad como
era apenas quedan los mapas mentales, las esquinas de las rutinas y de
los amores, que sus asombrados habitantes repasan una y otra vez para calcular
la magnitud del desastre. Sin embargo, en este insólito escenario,
este niño, junto a otros ochenta, se apresta a iniciar un día
de juegos con un sentido preciso, alrededor de un muchacho y una muchacha
que derrochan lo que está estampado en las camisetas que los identifican:
El retorno de la Alegría.
Al igual que sus compañeros en otras zonas de la ciudad, esta pareja de brigadistas ha recorrido las manzanas que tienen asignadas, cantando e invitando a los niños y a las niñas a través de un megáfono, como si fueran flautistas de Hammelin . Y antes de empezar a jugar hacen las curaciones de rigor, pues niños y niñas están todos “aporriados”, es decir, tienen magulladuras y raspones. También les brindan leche y galletas fortificadas. Es por el cuerpo que los brigadistas empiezan su tarea, que es la curación de los espíritus, la recuperación psicosocial de estos niños afectados por el terremoto.
Por estos días en que el país ha estado pendiente de la televisión y de la radio para saber de la suerte de familiares y amigos residentes en la zona de desastre, la noticia de la llegada a Pereira de 30 muchachas y muchachos provenientes del Urabá, en misión de solidaridad con los niños del eje cafetero, no ha pasado desapercibida. Incluso ha habido críticas, pues muchos consideran que la recuperación psicosocial de la infancia es asunto de especialistas en psicología. Sin embargo, la experticia que demostrarán y los conocimientos que compartirán con otros jóvenes del eje cafetero, quienes tomarán en sus manos la tarea en la zona, acallarán dichas críticas. Confirmarán que lo que han aprendido en la atención de los niños desplazados por la violencia en su lugar de origen, es útil para atender a los niños afectados por un desastre natural.
Traen en sus mochilas una metodología construida pacientemente, cuyo rastreo con el dedo índice sobre el mapamundi implica atravesar el Atlántico, llegar a Africa, bajar hasta el Cabo de la Buena Esperanza y subir un poquito hasta llegar a Mozambique. Allí, en 1992, había una guerra civil y un millón de niños y niñas afectados por la misma que reclamaban asistencia. En contraste, el personal de especialistas en psicología para atender semejante demanda era abrumadoramente escaso. Hasta allí llegó Nydia Quiroz, encargada por Unicef para buscar alternativas frente a esta emergencia humanitaria, quien necesitaba con urgencia metodologías masivas de atención. Entonces, tanto como ahora, a Nydia le molestaba la resignación. Buscó y encontró algunas experiencias de atención comunitaria que señalaban un camino, basadas en el trabajo con maestras y maestros, pero éstos también eran escasos en el país africano. Entonces optó por trabajar con los jóvenes voluntarios de la Cruz Roja, la mayoría casi analfabetos, para quienes adaptó técnicas psicológicas a partir de una concepción y unos instrumentos distintos, configurados en un esquema de Atención Primaria en Salud Mental (APSM).
La
decisión rompió algunos paradigmas. En la versión
clásica los niños afectados por la violencia son considerados
como pacientes, en tanto que en la APSM son considerados como niños
normales que presentan reacciones normales ante situaciones anormales (parte
de la comprobación de que sólo el 5% de los niños
afectados requiere ayuda psiquiátrica). En la primera, los agentes
tratantes son especialistas (psiquiatras, psicólogos, psicopedagógos
y terapistas del lenguaje); en la segunda, recreadores, maestros, sacerdotes,
promotores de salud, brigadistas de socorro y, sobre todo, jóvenes
voluntarios. Los ambientes característicos de la primera son hospitales,
consultorios y centros de stress ; en la segunda, la casa, la escuela,
el parque, el barrio, la calle. La primera apela al método clínico
de la tradición psicológica occidental; la segunda busca
métodos lúdicos, rescata los saberes tradicionales, se basa
en los grupos de autoayuda y los núcleos de apoyo. Los instrumentos
de la primera son las baterías de test, los tratamientos prolongados,
las medicinas; la segunda apela a la literatura infantil, los cuentos de
la tradición oral y, sobre todo, a los juguetes.
Lamentablemente, la necesidad de un trabajo en APSM con población infantil empezó a hacerse sentir en Colombia debido a la escalada del conflicto armado interno a partir de 1996. Especialmente en el Urabá, epicentro de los mayores desplazamientos de población civil forzados por la violencia ocurridos en el país. Entre quienes lo dejaban todo acosados por el terror, más de la mitad eran menores de edad, niños, niñas y jóvenes. Entonces la experiencia de Mozambique, que Nydia Quiroz había documentado y archivado bien entre sus maletas, cruzó con ella el Atlántico de derecha a izquierda, surcó el mar Caribe, dobló por el Cabo de la Vela y bajó un poquito para aclimatarse en Urabá, Colombia, bajo un nombre sugestivo: El retorno de la Alegría (1997). Encontraría después otros escenarios de este lado del océano, unos bajo el signo de la guerra, otros bajo el de los desastres naturales. En Colombia, en Machuca (1998) y Mitú (1998), sangrientos escenarios de la guerra. Y después en el Eje Cafetero, arrasado por el terremoto. En el Ecuador, después de la guerra con el Perú (1993), con los hijos y las hijas de los militares que intervinieron en el conflicto. En Guatemala y Nicaragua, tras la estela de destrucción dejada por el Huracán Mitch (1998).
La mochila contiene 5 grupos de elementos. Cuatro muñecos de trapo, un hombre, una mujer, una niña y un niño. También, hechos en madera a pequeña escala, una carreta, un helicóptero, una canoa o un jeep. Gracias a ellos, niñas y niños logran representar su dolor. Dos cuentos ocupan su lugar en la mochila, uno titulado “El miquito feliz”, que piensa que nadie lo quiere porque es violento y agresivo, pero que no le gusta ser peleón, entonces recibe el consejo de una guacamaya y logra su objetivo. El otro, titulado “Buenas Noches”, cuenta la historia de un miquito que no quiere dormir porque le teme a la oscuridad y una mamá miquita cansada y triste que no tiene ánimo para atenderlo; una luna amiga los aconsejará a los dos. Dos títeres de mano, el miquito y la guacamaya, ayudarán a los niños y a los brigadistas a hablar de diferentes asuntos; los primeros hablando a través del miquito, los segundos a través de la guacamaya. Finalmente, la mochila contiene un saquito matapesares, con pequeñas figuras adentro. Niñas y niñas transfieren tristezas y temores en dichas figuras y las meten debajo de la almohada; entonces, mientras duermen, padres u adultos comprometidos con este trabajo las sacan allí y las desaparecen recurriendo a una práctica milenaria utilizada por tribus africanas y por los mayas en América. El Manual, un diario de campo, fichas de seguimiento para cada niño o niña a cargo y un equipo de primeros auxilios, completan la mochila del Retorno de la Alegría.