Santa
Fe de Bogotá, Colombia.
10
de febrero de 1996.
Es
un boletín impreso con gracia, agradable. Se llama La niñez
y sus derechos y tiene la misión de hacer el seguimiento de la situación
de la niñez en Colombia, la esquina de Sur América desde
la que partirán en noviembre Fárliz y Juan Elías para
compartir su historia admirable con otros niños del mundo, un evento
del futuro nada previsible a comienzos del año. El Boletín
es publicado por la Defensoría del Pueblo; es un recién nacido,
pero ya habla duro y claro. El número 2, titulado “Víctimas
de la violencia: el conflicto armado en Colombia y los menores de edad”,
apenas está en proceso de armada. En esta versión para corrección
de los textos finales, sus lectores son contadísimos, pues sólo
se distribuirá en mayo. Pero, tanto para esos pocos lectores como
para los que tendrá luego, las cifras que trae consolidadas
o proyectadas, los testimonios que recoge, las implicaciones que ambos
tienen, entretejen un discurso abominable por su capacidad para afectar
de manera negativa la vida de niños y niñas en el país.
• Cerca de 340.000 menores de 18 años fueron víctimas de desplazamiento forzoso, entre 1985 y 1995. En los últimos tres años esta cifra ha venido en aumento. El 72% de las familias desplazadas no recibieron ningún tipo de apoyo gubernamental o institucional.
• 44 casos de niños y niñas víctimas de minas quiebrapatas, durante 1995 y 1996. Esta cifra es parcial y la cifra total debe ser mayor.
• Se estima que la guerrilla tiene en sus filas entre 1.700 y 2.200 niños y niñas entre 13 y 17 años.
• Se estima que la tercera parte de los integrantes de los grupos paramilitares son menores de 18 años.
• Casi 5.000 bachilleres menores de 18 años prestan servicio militar obligatorio en el Ejercito Nacional.
• Una investigación realizada entre menores de edad que han pasado por la guerrilla arrojó los siguientes resultados:
El 18% ha matado por
lo menos una persona; el 60% ha visto matar; el 80% ha visto
cadáveres y mutilados; el 25% ha visto secuestros y el 12%
ha participado en ellos; el 18% ha visto torturar; el 40%
ha disparado contra alguien alguna vez; el 83% manifestó
haber estado cerca de la muerte; el 91% manifestó haber participado
en al menos un combate; ninguno de ellos ha terminado sus estudios de educación
básica; el 85% manifestó haberse vinculado voluntariamente
y entre las causas que mencionan para su ingreso están el status
que dan las armas y los uniformes, la pobreza, el enamoramiento o la decepción
amorosa, la venganza y el miedo.
Certezas que deja la lectura
del Boletín:
• El conflicto armado en Colombia arrasa con todos los derechos de los niños. Niños y niñas pierden la tranquilidad del sueño, la certeza que da el aroma del desayuno, la caricia en el pelo, el camino de la escuela y las ganas de jugar y divertirse. A veces, pierden también el pie con el que se le pega a la pelota o, peor aún, pierden la vida. Otras veces se les ve armados y uniformados, pero no están jugando a la guerra, son parte de ella. La violencia de cada día se instala en sus memorias y en sus cuerpos.• A las familias se les dificulta dar protección y cariño. Cada día es una incertidumbre, un miedo, una tristeza. Han perdido de manera violenta un ser querido o la casa con todos sus enseres o el trabajo del cual sacaban el sustento diario. Algún día despiertan sin vecinos y esto es señal de que también deben irse del lugar que han habitado por años. Pierden entonces la confianza en los demás, en su comunidad y en las instituciones del Estado.
• El conflicto armado, además, ha generado en el país una cultura violenta, opuesta a la democracia. Las armas dan respeto y poder, dirimen las diferencias, aseguran una precaria protección, obligan a tomar partido, imponen los intereses particulares sobre los generales, callan voces, invalidan autoridades legalmente constituidas. Muchos colombianos y colombianas de corta edad están creciendo bajo su arbitrio, en medio de esta cultura. Los que no la viven en carne propia, la perciben en el ambiente como un mal olor: está en la televisión, en la radio, en los titulares de los periódicos, en las conversaciones, se les cuela en los juegos.
• Los niños y niñas afectados hoy por el conflicto armado merecen atención especial y, sobre todo, la unión de todos los esfuerzos disponibles en el país por lograr una paz digna y duradera.
Es la conclusión a la que llega cualquier lector/a atento/a del Boletín. Una conclusión a la que, por esos días y por distintas vías, había llegado mucha gente en Colombia. Otra cosa es que las ideas al respecto estuvieran desgastadas, al igual que las palabras, y que estuviera establecido una especie de diálogo de sordos entre los actores de la guerra con muchos observadores impotentes del lado de la población civil. Sin embargo, por estos mismos días, a comienzos de 1996, emergía una pregunta, apenas un brote; una pregunta que le daría un sacudón al planteamiento de la situación, que removería las maneras tradicionales de enfrentar el problema: ¿Y si, en vez de considerarlos objetos de atención, por ser víctimas de la violencia, o beneficiarios de la paz, si la logramos, les consultamos a las niñas y los niños, los involucramos en el análisis del problema y en la búsqueda de soluciones como sujetos con opinión, experiencias y propuestas propias? ¿Y si potenciamos sus voces, su presencia en el país? En formular esta pregunta, en la capacidad de entrever su enorme potencial, podemos hallar el origen del movimiento que desembocaría en el Mandato nacional de los niños por la Paz y en otras acciones de mayor envergadura aún.