Compañía de Jesús - Colombia, S.A.


Centro Ignaciano de Reflexión y Ejercicios - CIRE

Estando en España elaborando una tesis doctoral en teología espiritual, escribí este cuento corto que refleja un poco lo que llevaba por dentro durante este tiempo.

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Un salto hacia la libertad

Prometeo

Pasaba muchas horas del día prácticamente 'encerrado' entre las cuatro paredes de una biblioteca inmensa; los que me veían entrar diariamente con mis papeles y mi maletín, podrían decir que estaba dedicado a 'beber de las fuentes del saber'; en realidad más que beber, mamaba de las ubres abundantes de esta acumulación humana de papel y letras de molde de todos los tamaños. Libros, libros y más libros recogidos en un orden riguroso y con miles y miles de historias, conocimientos, saberes... Ideas, todas ellas congeladas para siempre en millones de combinaciones de las veintinueve letras del abecedario.

Parecía imposible la misión; no se trataba de dar cuenta de todos los libros, sino de acertar con la lectura de los que me iban a ayudar a dar a luz un saber virgen, que no hubiera sido formulado todavía. Algo que cuesta tan poco a un poeta, me aparecía delante como un inmenso abismo infranqueable...

Es verdad que no siempre me paraba delante de los anaqueles que me correspondía estudiar; de vez en cuando deshojaba algún libro de poemas innombrables; otro día me sorprendía más allá con alguna comedia o tragedia entre las manos, dependiendo de mi estado de ánimo; de pronto me encontraba leyendo un capítulo sobre las manías en un manual de psicología o admirando un libro con grabados de la conquista americana; no podía evitar estas distracciones de mi labor fundamental; parecía como si buscara un atajo que me abreviara esta pasión.

Sabía perfectamente dónde estaba la salida de la biblioteca; la salida definitiva, quiero decir... Tenía plena conciencia de que tendría que esperar a producir el trabajo que tenía entre manos para poder dar el salto definitivo que me llevara más allá de los libros y me dejara una senda abierta, para caminar con libertad hacia mis sueños.

Algunas veces llegaba lleno de entusiasmo y me consagraba a las lecturas que tenía muy bien planificadas y organizadas; otras veces me asaltaban inquietudes que me hacían divagar y me dejaban exhausto. Llegué a pensar que me podía enloquecer allí dentro; perder la razón o perder el sentido de las proporciones es algo que puede pasarle muy fácilmente al que se hunde tan absolutamente entre lecturas, como bien lo demuestra el ingenioso hidalgo de La Mancha.

Un día, después de varias horas de dar con el mazo en la cantera de papel y arrullado por el calor del radiador que está junto mi mesa de trabajo, me invadió un sopor y un sueño irresistible; poco a poco fui dejando a un lado los papeles y recosté mi cabeza sobre la mesa dura y firme. Lo que alcancé a soñar iluminó un poco mi camino en aquella biblioteca; fue descubrir que no estaba solo en este trance; que había otros que vivían la misma contradicción de sentimientos; por un lado los deseos infinitos de libertad creativa, que me hacían tocar lo más divino de mi humanidad, y por otro, el sentimiento de la esclavitud castradora, que me hundía en los despeñaderos más profundos de mi límite.

Lo único que lamento es que haya sido sólo un sueño; quisiera haberlo leído en algún tratado documentado y 'serio' de psicología, de literatura, de historia de las ideas políticas, de filosofía del derecho, o de cualquier diccionario enciclopédico. Un momento de letargo no puede ser citado en mi trabajo como fuente primaria; no tengo certezas sobre el título, su autor, lugar y fecha de publicación, editorial, edición y páginas que corresponden...

Era la historia de un pintor chino, que tenía muy buena fama entre los habitantes de su país; sabía expresar con un pincel y algunos óleos o acuarelas, toda la belleza que llevaba contenida en su alma. Hacía vibrar el corazón de los demás con sus trazos limpios y sinceros. Era un arte transparente. A través de sus cuadros, era posible descubrir los más hondos sentimientos de su autor, pero, al mismo tiempo, dejaban reflejar los sentimientos del que se paraba a contemplarlos.

Tan grande era su fama, que un mal día, el Emperador de turno, que había escuchado hablar del prodigio de su arte, mandó a sus oficiales con la orden tajante de traer al pintor a su palacio; debía pintar un gran mural en uno de los inmensos salones que estaban terminando de construir en el ala nueva del edificio.

El pintor, llevado contra su voluntad y expresando de todas las formas su descontento, se vio encerrado de repente en un salón completamente limpio de todo mobiliario y de toda distracción; incluso las ventanas habían sido clausuradas para obligarlo a concentrarse en su labor. Su único contacto con el mundo exterior, era la triple visita diaria que hacía uno de los oficiales del imperio, encargado de llevarle los alimentos, los materiales para su tarea y controlar el progreso del trabajo.

Pasaron los días, las semanas, los meses, y el informe del oficial era absolutamente deprimente. El pintor estaba sumido en la tristeza y era incapaz de dibujar un solo trazo en la pared que lo amenazaba desde su blancura inmaculada. Esto, desde luego, comenzaba a impacientar al Emperador, que de vez en cuando sentía en su interior el punzón doloroso de su conciencia, reclamándole la libertad para el cautivo.

El camino hacia el abismo fue muy largo; cada día conocía nuevos recodos de su desolación interior; cada día iba más hondo en su camino hacia las profundidades de su desierto. Por fin, una mañana de primavera, sintió cómo la inspiración se encarnaba de nuevo entre sus manos y comenzó a romper en mil colores el paredón inclemente que hasta ahora había sido su patíbulo.

El más hermoso de los paisajes y con el realismo más impresionante comenzó a tomar forma de una manera insólita. Los informes al Emperador eran diariamente interminables. Era imposible describir con palabras las tonalidades, los matices, las luces, las profundidades del panorama que iba apareciendo como por encanto.

Había un gran sembrado de trigo en un primer plano y en el fondo se podían contemplar las montañas, las nubes y el cielo azul que se perdían en una perspectiva sin fondo. Los pájaros revoloteaban por los aires y el ruido del arroyo, que pasaba por un recodo del camino, era casi perceptible. A lo lejos podía contemplarse un grupo de campesinos recogiendo la uva y algunas mujeres caminando hacia la fuente con sus cántaros balanceándose sobre sus cabezas.

Cada día aparecían nuevos detalles; las vacas que pastaban en aquel montículo de la derecha, parecía que engordaban a medida que los pastos desaparecían; las ovejas que guiaba el viejo pastor, tenían cada día más necesidad de la esquila y era posible saber cuál de ellas iba a parir al día siguiente... El oficial mayor no perdía detalle; todo lo anotaba con cuidado y lo llevaba escrupulosamente a su entrevista diaria con el Emperador.

Por fin, un día, el Emperador supo que se acercaba la hora en la que él podría entrar a ver el mural que había creado su 'ilustre huésped', como le solía llamar. Su curiosidad era cada vez mayor; con el beneplácito del pintor, se determinó el día y la hora en la que el Emperador con su comitiva, iría a la solemne habitación en la que el pintor llevaba tanto tiempo encarcelado.

La sorpresa de todos fue mayúscula. El cuadro los dejó totalmente deslumbrados; parecía que la pared nunca hubiera existido o que sencillamente se hubiera abierto un gran boquete hacia un rincón del paraíso.

Pero más sorprendente fue descubrir que el pintor había desaparecido, dejando solamente sus pinceles y colores tirados por el suelo en un desorden inusual; era imposible que hubiera salido por la única puerta, que permanecía bajo la atenta vigilancia de los guardias. Tampoco había podido salir por las ventanas clausuradas y selladas desde fuera. Todo un misterio envolvió aquel salón desde aquel día.

Nadie supo a dónde fue a parar aquel pintor encadenado. Nunca se supo si por fin había alcanzado su libertad. Esto nadie lo sabrá. Tal vez la única posible explicación, la hubiera podido dar el oficial que diariamente hacía un informe detallado de cada novedad percibida en el gran cuadro. Aquella mañana, al observar por última vez la obra, antes de la visita solemne, no estaban las huellas que atravesaban ahora el campo sembrado de trigo y que se perdían en el horizonte sin fondo del hermoso e imponente mural.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Madrid, 7 de mayo de 1997

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