PRIMERA CRISIS GLOBAL DE LA NUEVA ERA

Felipe González, ex Presidente del gobierno de España, reflexiona sobre las nuevas amenazas que el mundo enfrenta.
 
 

Años de discusión sobre si nos encontramos ante una nueva era, terminaron con el despertar apocalíptico del 11 de septiembre. La respuesta de Estados Unidos, la explicación de la operación y el discurso de réplica amenazante y reconocimiento de responsabilidad de Bin Laden, en este 7 de octubre, no dejan lugar a dudas sobre la naturaleza radicalmente nueva de conflicto abierto.

De golpe se empieza a comprender que la globalización de la información, de la economía y, ahora, del terror y la inseguridad, no es una alternativa que podamos aceptar o rechazar, sino una realidad diferente, en muchas dimensiones, nueva, a la que ha de responderse con nuevos paradigmas, de acuerdo con valores e intereses compartidos que den sostenibilidad al modelo .

No hay que gastar energía en una búsqueda tan inútil como peligrosa de enemigos que lo sean por sus diferencias culturales o de creencias religiosas, sino emplear todo el esfuerzo en indagar las causas de esta primer crisis global, que empezó siendo económica y es ahora de seguridad.

La necesidad de encontrar al enemigo, de poner un rostro al mal, puede arrastrarnos a criminalizar al otro, al que es diferente en sus creencias religiosas, en sus pautas culturales o en el color de su piel, deslizándonos hacia un mundo enfrentado por razones alternativas a las que lo dividían antes de la caída del muro, y aún más peligrosas para la paz.

Desde la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos y la Unión Europea parecían capaces de periferizar o encapsular las crisis regionales, tanto económico financieras como de seguridad. Así ocurrió con el tequilazo mexicano del 94, o con la tormenta asiática del 98, que se extendió a Rusia y a Brasil, en rápido contagio epidémico. Así ha ocurrido con el conflicto de los Balcanes, con la masacre de los Grandes Lagos, con el dramático repunte de la violencia israelo-palestina, y un largo etcétera.

Sólo Japón, entre los países centrales, padece una crisis estructural, de inadaptación, durante casi toda la década, a pesar de su alto desarrollo tecnológico y su enorme nivel de ahorro.

Pero en el 2000 la crisis económico financiera ha dejado de ser periférica y ha empezado a afectar seriamente a los Estados Unidos, primero, y a la Unión Europea, después. Ambos espacios económicos —casi la mitad de la economía mundial pese a su escasa población relativa — han perdido una parte importante de sus ahorros en los mercados de valores. La desaceleración americana era ya, a fines de 2000, algo más que el aterrizaje suave que pretendía Greespan. La presunción europea de gozar de un margen de autonomía para no sentirse arrastrada por el frenazo del motor estadounidense, se fue viniendo rápidamente abajo. Así ha continuado el empeoramiento de todos los indicadores durante el primer semestre de 2001, aunque la opinión pública no lo percibiera en toda su gravedad.

Los atentados terroristas del 11 de septiembre, han añadido a la tragedia humana una angustia sin precedentes. El sentimiento de inseguridad también ha perdido su carácter regional para mundializarse. La percepción de que nada de lo que ocurra en cualquier lugar del mundo nos puede resultar ajeno, se está abriendo paso.

Los atentados de las Torres Gemelas y del pentágono funcionarán como catalizadores y precipitadores de una crisis que ya estábamos viviendo en la economía internacional, pero que dentro de unos meses se identificará con el brutal ataque terrorista.

En efecto, aunque la crisis económica no ha sido consecuencia del ataque terrorista del 11 de septiembre, cuando pasen unos meses se unirán en el imaginario popular, alentado por declaraciones oportunistas. Y a pesar de que no exista esta relación de causa a efecto, la pérdida brutal de confianza, convertirá el problema de la seguridad en una condición para la recuperación de la economía, no sólo en una necesidad ineludible de defensa de la ciudadanía.

La lucha contra el terrorismo se sitúa así como el principal objetivo de seguridad en la nueva era. Por eso conviene reflexionar sobre esta amenaza y la forma de enfrentarla.

¿Es posible encontrar una respuesta a la crisis de seguridad que pone en riesgo tantas vidas humanas? ¿ Es posible actuar contra la precipitación de la crisis económico-financiera en la que ya estábamos inmersos? ¿ Es posible disminuir las tensiones que recorren distintas regiones del planeta, en algunos casos con fuerza expansiva incalculable? ¿Es posible avanzar por el camino de la gobernabilidad —no hablo del gobierno- de esta nueva realidad planetaria inducida por el fenómeno de la globalización de la información, la economía, las finanzas, y …ahora el terror?

El viejo orden basado en la destrucción mutua asegurada como elemento de disuasión, desapareció con uno de sus dos protagonistas, la Unión Soviética. Pero, más allá de los discursos no ha sido sustituido por otro, alternativo, que responda a la nueva realidad . El paradigma es la ausencia de paradigma. Ni el pensamiento único, ni el becerro de oro del mercado sin reglas, tan caro al fundamentalismo neoliberal, ni los proyectados escudos espaciales, son una respuesta sostenible al desorden internacional, económico, financiero o de seguridad.

El desafío exige superar la necia demonización de la política, el desprecio de la res-pública como espacio de convivencia con reglas, como instrumento de ordenación de intereses y valores, en cada una de nuestras sociedades y en la comunidad internacional. Se reclama, con angustia comprensible, liderazgo político para responder a la amenaza, para encontrar y castigar a los culpables, para recuperar algo de la confianza perdida con brutalidad sin precendentes en los últimos 50 años. Pero el liderazgo que se reclama, de los mismos políticos a los que sistemáticamente se desprecia, tiene que ser de respuesta, no meramente declarativo; tiene que ser sensible al estado de ánimo de los ciudadanos, pero no dejarse arrastrar por él; tiene que ser eficaz más que espectacular, porque el inmenso horror de la tragedia que estamos viviendo disminuirá, pero la amenaza permanecerá, e incluso, si se cometen errores, aumentará. El 7 de octubre ha comenzado la respuesta. El nuevo enemigo, fanático hasta el suicidio para destruir, dispara la demanda de seguridad en amplias capas de la población y en todos los actores del mundo económico y financiero.

La recuperación de la confianza exige también la definición de la amenaza y una estrategia consistente para reducirla drásticamente. En Naciones Unidas se responsabiliza al terrorismo, pero no hemos avanzado seriamente en una tipificación aceptada por todos de este fenómeno. Ni siquiera en el ámbito de la Unión Europea.

Las resoluciones del Consejo de Seguridad tras los atentados contra Estados Unidos, legitiman la respuesta iniciada. Por si alguien tenía dudas, la propia actitud del gobierno talibán y las declaraciones de Bin Laden de reconocimiento y nueva amenaza contra todos, certifican la necesidad de la respuesta.

Pero la dificultad es que no estamos ante una amenaza que sea sólo criminalidad organizada que pueda combatirse con medios policiales y judiciales al uso. Ni tampoco se trata de una agresión bélica tradicional, que pueda ser respondida y controlada con los medios habituales de los sistemas defensivos. Tiene componentes de ambas formas de agresión pero no es identificable plenamente con ninguna. Por eso se están produciendo errores de análisis y aproximaciones que no conducirán a resultados eficaces aunque se formulen de buena fe.

Cuando Estados Unidos afirma que ha sufrido una agresión bélica y apela a la legítima defensa, tiene razón, aunque el tipo de agresión no esté previsto en la normatividad internacional de la guerra. Esto hace más relevante la unánime reacción del Consejo de Seguridad para legitimar la respuesta.

El fenómeno terrorista no suele tener un origen territorial identificable con un estado nación concreto, aunque haya estados, como en este caso, que amparen, apoyen o instrumentalicen a grupos terroristas. Pero tampoco tiene un objetivo territorial concreto, referido a un estado nación determinado, aunque la agresión haya sido contra Estados Unidos en esta ocasión, como se deduce con claridad de las palabras de Bin Laden. Cualquiera puede ser objetivo, occidental u oriental, cristiano o islámico o budista.

Una amenaza de esta naturaleza, con estos orígenes y estos objetivos ubicuos, exige la combinación de medios militares, judiciales y policiales, con una fuerte coordinación internacional en materia de inteligencia . Incluso los grupos terroristas ligados a un territorio, tienen cada vez más vínculos con otros de orígenes diferentes, unidos por el interés común de crear terror.

Tal vez, lo más importante de esta globalización del terror, es la necesidad de crear una conciencia de solidaridad de todos frente a la amenaza. O, si prefieren, una conciencia de egoísmo inteligente. Si se consigue, llegaremos a comprender que la "frontera" del estado nación, también en esta dimensión, como en la económica y en la financiera, ha perdido relevancia para enfrentar este riesgo. La penetración del terrorismo en las sociedades abiertas, su ubicuidad, nos obliga a compartir soberanía para combatirlo.

Hay que evitar la tentación de las respuestas que den satisfacción "inmediática" a un estado de opinión naturalmente irritado y deseoso de acción rápida. Prevenir nuevas agresiones es más importante para la seguridad que el éxito del ataque inicial. Por eso la coordinación de la información de los servicios de inteligencia es mucho más importante, aunque menos visible para la opinión, que la coordinación de efectivos militares tradicionales, cuya exhibición aumentará el riesgo de atentados.

Los ciudadanos pueden y deben saber que la lucha contra la criminalidad en forma de terrorismo se puede combatir con eficacia si se identifica como la principal amenaza, mucho más real que la supuesta que de la que nos defendería un escudo espacial antimisiles. Si se acepta así, la información es el 85% de la lucha por la erradicación de este fenómeno. El 15% restante serían las operaciones derivadas para capturar y destruir las tramas.

Lo más dramático es que la información a la que me refiero está disponible en su casi totalidad, y llegaría al máximo de eficacia si se pusiera en común por una docena de países que se consideran amigos y aliados. Pero esto no ocurre. Es más fácil intercambiar información de servicios en el terreno militar clásico que entre los servicios de información de estos aliados referidos a la lucha contra este tipo de amenaza.

Asimismo, hay que evitar la deriva hacia la culpabilización del diferente en sus creencias. No podemos olvidar que ETA mata a gentes de su misma religión, o que en Irlanda del Norte, hemos visto con horror, antes del horror global de las Torres Gemelas, a cristianos protestantes tratando de impedir, con bombas, que niños cristianos católicos, vayan a la escuela. O al revés. Fanáticos asesinos se reparten en culturas y creencias bien diferentes. A Rabin le costó la vida su deseo de paz con los palestinos, a manos de un fanático de sus mismas creencias religiosas.

Finalmente, si queremos construir un orden internacional para la era nueva, que responda a los desafíos actuales, que se base en valores democráticos, no podemos negarlos con nuestra actuación.

El desorden de la globalización, con sus lacerantes incrementos de las diferencias, los incontenibles flujos migratorios huyendo de la miseria o de la tiranía, la imprevisibilidad del casino financiero internacional o los crecientes odios interculturales, reclama un esfuerzo de construcción del nuevo orden internacional del siglo XXI, añadiendo factores que hagan más gobernable este escenario, en lugar de pretender construcciones excesivamente teóricas sobre el supuesto Gobierno del Mundo tan querido a los cartesianos puros. (¿A quién aceptaríamos presidiendo ese Gobierno Mundial?)

Espacios regionales supranacionales, como la Unión Europea o como el Mercosur, podrían ir configurando una nueva gobernabilidad más equilibrada, más cooperativa y solidaria. La revisión del funcionamiento de instancias como el FMI, el Banco Mundial o las propias Naciones Unidas deberían acompañar este proceso de mayor gobernabilidad.

Es posible, no sólo deseable, poner en marcha las respuestas para mejorar la seguridad, identificando y combatiendo la peor criminalidad que se conoce: el terrorismo, como el enemigo de la convivencia en paz y en libertad, más peligroso y evidente.

Es posible hacerlo sin deslizarse hacia el odio entre religiones, culturas o civilizaciones, porque no está ahí el problema, pero la confusión puede contribuir a agravarlo en vez de resolverlo.

Es posible disminuir las tensiones regionales con efectos expansivos de violencia. El Mediterráneo, cuna y cruce de civilizaciones, debe tender hacia la superación de los choques que se viven en él, de uno a otro extremo. El Cáucaso, que no queremos ver aunque pesará en los próximos años, y tantos otros.

Es posible combatir la primera gran crisis de la nueva economía, que se nos anunciaba sin ciclos, de bonanza sin fin, al tiempo que veíamos el incremento de la pobreza, la pérdida de la cantidad y la calidad de la cooperación internacional y de la cohesión interna en los países ricos.

Es posible construir una Europa Política, con sus valores fundacionales, como democracia local reforzada y como poder global relevante para mejorar la cohesión interna y contribuir decisivamente a la paz y la solidaridad internacional.

Podemos atacar las causas inmediatas de la inseguridad y enfrentar un nuevo rumbo para acabar con los caldos de cultivo.

Como todo ello es urgente, no podemos precipitarnos, sino prepararnos para una tarea larga y compleja.