NUEVO SOCIALISMO, NUEVA ECONOMÍA

Conferencia de Jordi Sevilla, Secretario Federal de Economía y Ocupación del PSOE. Diputado.

Club Siglo XXI, 8 de abril de 2002

 

Buenas noches a todos, gracias por su asistencia y gracias, al Club Siglo XXI por la oportunidad que me ofrece de dirigirme a ustedes desde esta prestigiosa tribuna, para exponerles algunas de mis reflexiones sobre la situación de España y algunas de las propuestas de presente y de futuro que, desde el nuevo socialismo, estamos planteando.

Quiero agradecer también al Comisario Solbes, al amigo Pedro, la presentación que ha hecho. Tengo que confesar que los seis años que pasé como Jefe de Gabinete suyo, en Agricultura o en Economía, han dejado una huella imborrable en mí.

Un huella en lo profesional, en lo político pero, sobre todo, en lo personal.

Y no fueron años fáciles. Siempre recordaré el día en que Pedro Solbes tomó posesión como Ministro de Economía y Hacienda, a principios de julio de 1993, en plena crisis económica. Le acompañé a la calle Alcalá desde el ministerio de Agricultura y nada más entrar, le estaban esperando en el despacho Carlos Solchaga, ministro saliente y Angel Rojo, Gobernador del Banco de España.

Sin apenas tiempo para las felicitaciones, Carlos, que siempre ha ido directo al grano, le dijo: “Pedro, dice Angel que están a punto de echar a la peseta del Sistema Monetario Europeo. Ahora eres tú el Ministro, ¿qué hacemos?”.

Desde entonces las cosas han cambiado mucho para la economía española. Pero creo que ya es hora de que se empiece a decir en público lo que cada vez se reconoce más en privado: que nada de lo que vino luego hubiera sido posible sin la buena gestión de Pedro Solbes como Ministro.

De hecho, los tres factores básicos que han contribuido al magnífico ciclo de crecimiento de la economía española empezaron en 1994: la caída en los tipos de interés – más de cuatro puntos básicos en un año -, la moderación salarial y la contención del gasto público.

Por todo ello, también, gracias Pedro.

Es obvio, sin embargo, que no vengo hoy aquí a hablar del pasado sino del presente y, sobre todo, del futuro.

Y, comoquiera que esta intervención se produce en el marco de un ciclo sobre “España en un mundo globalizado”, permítanme empezar la reflexión por ahí.

Parece generalmente aceptado hoy que la marcha general de una economía pequeña, o mediana como la nuestra, no depende tanto de la actuación del Gobierno de turno cuanto del ciclo internacional.

O mejor dicho, depende mucho más de las fuerzas económicas internacionales en un mundo globalizado, que de las decisiones de los gobiernos nacionales.

Si hoy España crece menos y el Gobierno dice que es por culpa de la desaceleración mundial es porque antes creció mucho gracias a los buenos resultados de la economía internacional aunque en esto insista menos el Gobierno.

En esas condiciones, a los gobiernos se les tiene que pedir responsabilidades por dos cosas: cómo afrontan las situaciones de recesión y cómo aprovechan las fases alcistas del ciclo internacional.

Empezando por lo primero, la situación actual de la economía española se puede analizar desde dos puntos de vista.

Se puede decir, como hace el Gobierno, que a pesar de la desaceleración, seguimos creciendo más que la media europea. Y es verdad.

Pero también es verdad que en dos años, entre el 2000 y el 2002, nuestro ritmo de crecimiento va a reducirse más de dos puntos porcentuales.

O dicho de otra manera, que la intensidad de la desaceleración va a ser superior en España, que en la media europea,  sobre todo si tenemos en cuenta que el nivel de temporalidad y precariedad laboral es muy superior en nuestro país.

Este análisis confrontado que, en parte, recuerda a aquello de la botella medio llena o medio vacía, no tendría más interés que el académico si no fuera porque de cada uno de los diagnósticos, se extraen conclusiones distintas de política económica.

Si mostramos nuestra satisfacción por crecer más que los otros, no hay nada especial que hacer salvo aguantar el chaparrón y esperar que escampe cuando se recupere la economía internacional.

Esta es la tesis del Gobierno: instalarse en el mismo triunfalismo con la economía creciendo en el entorno del dos por ciento y el paro aumentando, que cuando crecíamos al cuatro y se creaba empleo.

Incluso se ha ido más allá, adoptando en los últimos presupuestos medidas claramente procíclicas como mantener el déficit cero, subir impuestos y fomentar el ahorro a través de estímulos fiscales.

Si, por el contrario, ponemos el acento en la intensidad de nuestra desaceleración, las decisiones a adoptar deberían de ir en la dirección contraria. Habría que adoptar medidas que contrarrestaran la recesión y habría que hacerlo en un doble sentido: bajando impuestos para estimular el consumo privado y reforzando la inversión pública aunque ello significara alguna décima de déficit público.

Este no era el año para subir impuestos como ha hecho el Gobierno. Un año de incertidumbres económicas, pero eso sí, el único año en el que no hay elecciones de ningún tipo. Se suben impuestos ahora mientras anuncian rebajas para el año que viene, sin saber si serán contraproducentes desde el punto de vista del ciclo económico, pero sabiendo que habrá elecciones municipales y autonómicas.

Claramente, el gobierno con su política, está anteponiendo sus intereses partidistas en el ciclo político sobre los intereses generales en el ciclo económico. Ese sería el balance crítico de cómo está gestionando la actual fase de desaceleración de la economía española.

Si analizamos ahora la otra responsabilidad que se les debe exigir a los gobiernos en la era de la globalización, cómo aprovechan las fases de crecimiento, el balance no es más alentador.

Entre 1994 y 2001 la economía española ha vivido una importante fase de expansión económica. Superior, incluso, a la vivida entre 1986 y 1991.

Como en toda fase de crecimiento, la renta, la riqueza, y el empleo han mejorado y las arcas públicas se han llenado dado que no existe mejor bálsamo para los Presupuestos que el crecimiento económico.

Sin embargo, nos encontramos hoy con datos contundentes elaborados por organismos como la propia Comisión Europea que dicen que la economía española es la única de la zona euro que ha visto bajar su productividad durante los últimos años, que nuestra competitividad se está deteriorando y que nuestro gasto social, en relación a la riqueza nacional, al PIB, ha bajado desde que gobierna el PP.

¿Cómo se explica esta aparente paradoja?.

¿Estamos de nuevo ante el dilema de la botella medio llena o medio vacía?. Creo que no. Pero merece la pena verlo con un poco de detalle.

Dejando al margen los detalles técnicos sobre las mediciones, dada la facilidad y opacidad con la que este gobierno modifica el IPC o la EPA para intentar cambiar así la realidad cuando le es adversa, que nuestra productividad ha caído es un dato incontestable

Como lo es que los avances en productividad determinan los crecimientos futuros.

La explicación del Gobierno a este hecho se centra en la importante creación de empleo que ha habido en los últimos años. Como la productividad es la relación entre producción y empleo, si sube mucho más el segundo que la primera, es lógico que el cociente disminuya.

Y en los debates parlamentarios que he tenido al respecto con el Vicepresidente Rato, siempre añade: ¿O es que usted hubiera preferido que se creara menos empleo para que así hubiera subido la productividad?.

Bueno, este argumento es lo que se llama un falso dilema. Porque lo fundamental de la productividad es que refleja la capacidad que tiene el factor capital para hacer eficaz el uso del factor trabajo.

Dicho de otra manera: no sólo existen casos en que el empleo y la productividad han crecido a la vez. Es que la clave de eso que hemos dado en llamar nueva economía, vinculada a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación es precisamente que mejoran la productividad del trabajo utilizado de tal manera que es posible hacer crecer a ambos de manera importante. Ese, por ejemplo, ha sido el secreto del crecimiento americano de la última década.

Visto así, el dato de que nuestra productividad haya caído en estos años significa que no hemos hecho avances suficientes en la incorporación de España a la nueva economía, a la sociedad del conocimiento que está marcando ya el nuevo territorio de competencia entre los países.

Y eso ya es más grave. Si nos estamos quedando rezagados en la nueva revolución tecnológica es algo que, como país, acabaremos pagando muy caro.

Algunos informes recientes señalan que estamos a doce años de distancia de la media europea respecto a un conjunto de indicadores que configuran la sociedad del conocimiento. Pero señalan, también, que al ritmo actual con el que van las cosas en España, no los alcanzaremos nunca, no seremos capaz de acortar esas distancias.

Según datos de la Comisión Europea, y no la cito  por tener aquí a un Comisario europeo, sino para que no se me acuse de parcialidad, han puesto de manifiesto que en relación al PIB, que es como los economistas medimos las cosas para que las comparaciones tengan sentido, el gasto español en I+D, en nuevas Tecnologías de la Información, en infraestructuras o en formación del capital humano, en aquellos factores que afectan directamente a la productividad, era en el año 2000 muy similar al que existía en el año 1996.

Es decir, que no se ha aprovechado la fase expansiva del ciclo económico para realizar el esfuerzo adicional de inversión en estas materias que necesita España para mejorar su productividad y recortar distancias con la media de la Unión Europea.

Y en la medida en que buena parte de este esfuerzo debe ser público o incentivado desde el sector público, podemos decir que el Gobierno ha desaprovechado la época de vacas gordas para hacer los deberes respecto a aquello que determina, hoy, el lugar que ocuparán mañana los distintos países: a la cabeza, en medio o a la cola.

Tenemos, también, problemas de competitividad debidos, en gran parte, a un persistente diferencial positivo de inflación con los países del euro.

Nuestros precios suben más que los suyos y ello, a corto o medio plazo, va dejándonos fuera del mercado a pesar de que seguimos disfrutando de una razonable moderación salarial.

Es verdad que hace ya tiempo que se ha señalado el carácter dual de nuestra inflación con unos sectores abiertos a la competencia, con precios más ajustados y otros sectores, fundamentalmente de servicios, con menor nivel de competencia que pueden subir más los precios.

Pero no parece que se haya hecho mucho en estos años para evitar esta situación.

Podría pensarse, también, que se han aprovechado los frutos del crecimiento económico de estos años para repartir la renta y la riqueza de manera más equitativa, mejorar la situación de los menos favorecidos y fortalecer nuestros mecanismos de solidaridad y cohesión social.

Pues tampoco. Nuestro gasto social en relación al PIB ha bajado en estos años, no se ha puesto en marcha ninguna medida nueva de política social desde que a finales de los 80 se crearon las pensiones no contributivas, el nivel de apoyo a nuestras familias sigue muy por debajo de la media europea y el grueso de la política social se ha centrado en mantener el poder adquisitivo de las pensiones, es decir, congelarlas en términos reales.

Dejando al margen los factores automáticos del ciclo que, en un mundo globalizado, no dependen de los Gobiernos, como el nivel de crecimiento y la consiguiente creación de empleo, ¿cuál ha sido la aportación marginal y voluntaria del gobierno del PP durante la fase expansiva de la economía?, ¿cómo la ha aprovechado?, ¿hacia donde la ha orientado?.

Por decirlo en breve, hacia tres cosas: reducir el déficit público hasta el presunto cero por cien del PIB, bajar impuestos a las clases más altas dado que la presión fiscal global ha subido en estos años y financiar la tremenda y creciente deuda de RTVE.

Desde que entramos en el euro, el gobierno ha tenido, y sigue teniendo, equivocadas sus prioridades de política económica.

Con una moneda única, lo fundamental es reducir y eliminar el diferencial de inflación para no perder competitividad mientras se aprovecha el margen de maniobra presupuestario previsto en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento  no sólo para hacer frente a las desaceleraciones que se puedan producir, sino para recortar mediante políticas públicas activas el diferencial de productividad, riqueza y bienestar que tenemos con la media europea.

Es decir, la combinación óptima de políticas debería ser: diferencial de inflación cero, déficit público en el entorno del 1%.

Lo que tenemos nosotros es lo contrario: déficit cero, diferencial de inflación en el entorno de 1 punto.

Por eso, perdemos competitividad y nos alejamos de Europa en productividad y bienestar social.

Si contemplamos el actual momento de España desde una cierta distancia histórica, veríamos que estamos en una etapa que me atrevo a llamar de oportunidades perdidas.

Desde la transición hasta el ingreso en la entonces Comunidad Económica Europea vivimos una fase de profunda reconversión económica paralela a la consolidación del nuevo Estado democrático y autonómico.

Entre 1986 y comienzos de los años 90 fue una buena época en términos de crecimiento, creación de empleo y amplia liberalización económica ligada a Europa y su nuevo Mercado Interior.

Fueron, también, años de creación de nuestro Estado del Bienestar: se universalizó la sanidad y la educación, se consolidó mediante reformas el sistema público de pensiones, se pusieron en marcha las pensiones no contributivas, se hizo un importante esfuerzo de solidaridad que dio como resultado el que se redujeran las desigualdades sociales en España.

La crisis de 1993, muy ligada a los efectos que sobre toda Europa tuvo la unificación alemana en términos de elevados tipos de interés e inflación, provocó sobre todo, un cambio en los modos y comportamientos de los agentes sociales y económicos, empezando por el Estado, como consecuencia del ambicioso proyecto de unidad económica y monetaria europea.

Esta etapa se cierra en 1997 cuando la recuperación internacional y, digámoslo todo, la contabilidad creativa generalizada, hacen posible el milagro de que en dos años se pase de una situación en la que ningún país, salvo Luxemburgo, cumplía los requisitos de Maastricht para ingresar en el euro a que todos, salvo Grecia los cumplieran.

Pero a partir del euro, se abre una nueva etapa que, para un país como el nuestro, con un nivel de renta per cápita que oscila en el entorno del 80% de la media europea desde hace décadas, debería haber sido de una segunda modernización en lo económico, en lo social y, también, en lo político.

Aprovechando la buena situación económica internacional pero también, la experiencia de más de veinte años de democracia.

Y no es eso con lo que uno se encuentra cuando baja del limbo de tantos hechos considerados como históricos y tantos récords batidos. Cuando se abandona la autosatisfacción y, simplemente, se observa nuestra realidad comparativa con otros países.

No voy a detallar en qué ha quedado la prometida segunda transición, entendida como un nuevo proceso de regeneración democrática de nuestro país.

Me permito sugerir que miren los telediarios de la 1, asistan a cualquier sesión de control al gobierno los miércoles en el Parlamento, analicen el comportamiento del Fiscal General del Estado o escuchen los ataques permanentes del Presidente del Gobierno en cualquiera de sus intervenciones públicas y, después, saquen sus conclusiones sobre cuál ha sido la mejora experimentada por la calidad de nuestra democracia en estos años.

Se ha hablado mucho, también, del intenso proceso de privatizaciones y liberalizaciones llevado a cabo. Bien, aunque es verdad que la política de privatizaciones se inició bajo gobierno socialista como también fueron gobiernos socialistas los que, de acuerdo con las directivas europeas dieron los primeros pasos en la liberalización de sectores como el transporte aéreo, las telecomunicaciones, o el mercado laboral, es evidente que en estos dos aspectos, privatizaciones y liberalización, sí se ha avanzado.

La pregunta es, ¿se ha avanzado en la dirección adecuada?.

Creo que tenemos el Gobierno más intervencionista de la democracia española. Que el control político sobre el poder económico ha sido la guía que ha orientado todas o las más importantes de las actuaciones en estas materias.

Ya es casualidad que los Presidentes de uno de los dos grandes bancos privados, de la principal empresa eléctrica privada, de la más grande compañía de productos petrolíferos o del operador privado dominante en telefonía, más allá de sus indudables cualificaciones personales, estén ahí porque les nombró el Gobierno cuando todavía eran empresas públicas.

Ello incrementa las posibilidades de que se establezca una relación de favores mutuos entre grandes empresas y Gobierno, con dos resultados perceptibles: el funcionamiento de la democracia es más imperfecto y se restringen las posibilidades de aplicar políticas que favorezcan la competencia.

Y abre también el campo para las actuaciones discrecionales del Gobierno, lo que los analistas financieros internacionales llaman el riesgo regulador, que no sólo genera desigualdad en las reglas de juego, sino, y sobre todo, incertidumbre que acaban pagando las empresas y los consumidores.

Desde las experiencias de Thatcher en el Reino Unido, se ha escrito mucho sobre los peligros de hacer privatizaciones sin liberalización por cuanto lo único que se consigue entonces es trasladar un monopolio a un operador privado.

Pues bien, yo creo que de España se puede decir que se están produciendo liberalizaciones sin competencia por la lentitud con que el Gobierno está eliminando, cuando lo hace, los privilegios de los operadores dominantes en los diferentes sectores.

E insisto en el peso del Gobierno por cuanto uno de los rasgos que mejor reflejan mi tesis es la involución que se ha producido en los mecanismos e instituciones de control y regulación de la competencia y las políticas de defensa de la competencia.

El actual Gobierno no cree en los órganos reguladores independientes y ha ido asumiendo para sí funciones que, en otros países, tienen encomendadas autoridades independientes.

No es extraño, pues, que se haya producido un fuerte incremento en la concentración del poder económico en España y que ello haya venido acompañado de un incremento en la dependencia del mismo hacia el poder político.

Dos malas noticias para cualquier proyecto de futuro: no se ha avanzado todo lo posible y necesario y, además, en algunas cosas importantes, ha habido un retroceso respecto a épocas pasadas.

Y lo que me parece más grave, se ha instalado un estilo de hacer política desde el gobierno, como antes se hizo desde la oposición, basado en la propaganda permanente y la confrontación sistemática con el adversario.

Cada vez que el debate se sustituye por el insulto, la discrepancia por el anatema y la crítica por la agresión, se está reduciendo el espacio y el valor de la democracia.

Esta reflexión me lleva a concluir esta parte de la intervención como la empecé: ha sido una etapa de oportunidades perdidas.

Una etapa en la que no se ha Estado a la altura de las posibilidades y las necesidades de una economía y de un país que exige a sus instituciones públicas que estimulen y faciliten un nuevo salto modernizador exigido por el euro, pero que también, nos merecemos como ciudadanos.

Nuevo proceso de reformas profundas en lo político y en lo económico que difícilmente podemos esperar del actual partido en el gobierno, ahora en busca de candidato y que, en buena parte, ha cumplido ya su programa de ocupación y control de los hilos del poder político, institucional y económico de España.

La etapa de oportunidades que hay que abrir ahora en la vida pública española pasa, necesariamente, por un nuevo estilo de hacer política.

Política con mayúscula. De la que genera interés y deseos de participación por parte de los ciudadanos, especialmente de los jóvenes, y no de la que los expulsa por aburrimiento o los degrada al papel de espectadores de un espectáculo, generalmente, poco edificante.

De la política que no convierte a los ciudadanos en meros contribuyentes.

De la política democrática que no recurre al paternalismo de decir a la gente, ustedes a lo suyo y yo a lo mío que es gobernar, ya les iré contando mi versión de lo que hago y cada cuatro años, elecciones, sino de aquella otra que tras escuchar a los ciudadanos les dice, estos son los problemas que yo veo que tenemos y estas son las soluciones que propongo, pero se admiten, favorecen y agradecen las sugerencias.

Hace falta menos autoritarismo prepotente y más democracia dialogante y participativa.

Pero un nuevo estilo de hacer política para que sea posible hacer otras políticas.

Políticas que permitan incrementar nuestro potencial de crecimiento,  mejorar el bienestar colectivo y dar respuesta a los retos y demandas de la sociedad globalizada actual.

Políticas de las que voy a dar sólo algunas pinceladas pero que espero configuren un boceto que les permita hacerse una idea adecuada de cómo quedaría el cuadro final.

Crecer y repartir sigue siendo una buena fórmula que hay que ir adecuando a los tiempos. Pero hoy no es suficiente.

Ensanchar nuestro potencial de crecimiento económico exige tener más y mejores empresas. Para ello, hay que apostar decididamente por la competencia - y no sólo por la liberalización -, así como fomentar el espíritu emprendedor y la cultura de la innovación, especialmente entre los jóvenes.

Pero los riesgos y las oportunidades a las que nos enfrentamos en un mundo interconectado y cambiante como el actual, aconsejan un gran Pacto Social entre Empresas, Sociedad y poderes públicos que contemple, al menos, los siguientes diez aspectos:

En primer lugar, un compromiso para alcanzar, en cinco años, el equivalente a la media europea en recursos destinados a I+D y en implantación de las Nuevas tecnologías de la información.

Y junto a ello, una política energética que garantice un suministro de calidad, frente a los actuales apagones, que son la mejor evidencia de la mala liberalización efectuada por el gobierno.

En segundo lugar, remover los obstáculos que hoy frenan la iniciativa de los emprendedores y, en concreto:

·que ninguna autorización administrativa ni ningún impuesto retrase la creación de una nueva empresa;

· que las prestaciones sociales de los autónomos se equiparen al régimen general, y

·convertir en prioridad el desarrollo de fórmulas de capital riesgo y semilleros de empresas.

En tercer lugar, es necesario poner en marcha políticas asistenciales de apoyo a las familias, especialmente con personas dependientes a cargo, con el objetivo de equipararlas a la media de la unión Europea en cinco años. Esta medida es de justicia, abre nuevos nichos de empleos de proximidad e incrementa la libertad real de las familias para tener los hijos que deseen y de las mujeres para incorporarse al mercado laboral.

En cuarto lugar, las empresas, de todos los tamaños, tienen que asumir explícitamente sus responsabilidades sociales con los trabajadores, con el medio ambiente, con los valores éticos imperantes en nuestra sociedad.

 Buena parte de su legitimidad social se juega hoy en ese terreno. Aquí y en todo el mundo. El valor bursátil no puede ser el único valor que interesa de una empresa.

Debemos ir por delante en la elaboración y asunción de Códigos de buenas prácticas, buena administración, y compromisos con la estabilidad laboral, la formación, la igualdad de trato y el desarrollo profesional y personal de sus trabajadores.

En quinto lugar, hay que recuperar la importancia social del trabajo y no sólo crear empleos. Trabajar debe ser una palanca de independencia personal para los jóvenes, que hoy no lo es por la precariedad, y trabajar no puede ser un obstáculo para el desarrollo personal de las familias.

Ello exige una apuesta decidida por la creación de trabajo estable y mecanismos que permitan conciliar la vida familiar con la profesional.

Hoy, la mayoría de familias españolas declaran tener menos hijos de los que desean o dedicarles poco tiempo a los que tienen porque su vida laboral se lo dificulta.

Y lo mismo pasa con los jóvenes cuya edad de emancipación se retrasa por dificultades laborales o de acceso a una vivienda.

Sobre esas base, no se puede construir un país eficiente y cohesionado. Algo estamos haciendo mal colectivamente y colectivamente lo tenemos que corregir.

Creo que ese es uno de los principales desafíos de nuestra sociedad al que tenemos que dedicar atención, medidas y soluciones que no pueden ir en contra de la competitividad de las empresas, pero que tampoco pueden dejar de abordarse con esa excusa

En sexto lugar, el Estado debe estar al servicio de los ciudadanos y no al revés. Eso exige cambios de mentalidades, actitudes pero también de instrumentos.

No podemos seguir con una estructura administrativa más próxima al siglo XIX que al XXI, aunque le hayamos dado un barniz de Internet.

Pero tampoco se puede deslegitimar permanentemente lo público ni entender la dinámica entre público y privado desde la confrontación.

Si queremos combatir la inseguridad ciudadana, reducir el riesgo de crisis como la de las vacas locas, o mejorar la calidad de la enseñanza, hace falta un mejor funcionamiento del Estado.

Y para favorecer la competitividad de empresas como las azulejeras de Castellón,  circunscripción por la que soy diputado y por eso cito como ejemplo, es más importante que el Estado mejore las carreteras o haga los accesos adecuados al puerto, que una rebaja marginal en los impuestos.

Pero también el sector público debe estar más abierto a iniciativas conjuntas con lo privado para conseguir más eficiencia en la cobertura de nuevas necesidades sociales.

En séptimo lugar, todo ello nos lleva al problema de los recursos públicos en su doble vertiente de ingresos y gastos.

En España sigue pendiente la reforma del gasto público en aspectos esenciales como el análisis sobre su eficiencia. Nuestro Estado, en sus distintos niveles, gasta mucho. Pero, ¿gasta bien?.

El debate presupuestario se establece año tras año sobre previsiones y prioridades de gasto. Pero nunca se hace el debate posterior sobre cómo se ha gastado lo aprobado.

No digo sólo sobre si se ha gastado o no, sino sobre si lo gastado se ha hecho bien y ha tenido los efectos previstos.

Esta reflexión está ligada a los ingresos. Los impuestos ¿se recaudan bien?, ¿es adecuada la participación en los mismos de los diferentes factores productivos? Y, sobre todo, ¿es justo su reparto social por niveles de renta?. ¿De verdad paga más quien más tiene?.

Creo que no. Que uno de los resultados de la ingeniería tributaria en la que ha caído un gobierno arbitrista ha sido abrirle tantos boquetes clientelares a nuestro sistema fiscal que ha perdido toda su coherencia.

O dicho de otra manera, que la única coherencia de todas las medidas adoptadas ha sido conseguir rebajar la factura fiscal de los que más tienen, mientras ha incrementado la presión fiscal para el conjunto.

Hoy, en España, dos personas con las mismas circunstancias familiares y que ingresen lo mismo al año, pero una trabajando por cuenta ajena y la otra vendiendo acciones, paga más impuestos el que trabaja que el rentista.

Tal situación, y otras similares, no puede continuar sin que nos sonrojemos colectivamente.

No es tolerable que todas las ayudas se concentren en el IRPF dejando fuera de las mismas precisamente a los más necesitados, a los millones de españoles que o no trabajan o no perciben ingresos suficientes ni tan siquiera para presentar la declaración de renta.

Con todo ello, no sólo estamos construyendo un sistema impositivo más regresivo, sino que estamos agrandando las desigualdades sociales

Un sistema impositivo para el siglo XXI no puede construirse sobre los rescoldos y los remiendos permanentes de las concepciones fiscales del pasado.

En octavo lugar, si todos decimos que vivimos en la sociedad de la información en la que el capital humano se ha convertido en el principal factor productivo, seamos consecuentes y mimemos de forma especial la formación a lo largo de toda la vida.

Que empieza en la escuela, donde aquellos niños que tienen problemas deben ser ayudados para que los resuelvan y no simplemente echados a la cuneta, siguiendo con el bachiller, la formación profesional reglada y la universidad donde debe desarrollarse la versatilidad y la capacidad de aprender a aprender en el mundo en que vivimos, continuando con la formación ocupacional que debe mezclar especialización y capacidad para afrontar cambios en una vida laboral que no será tan estable como en el pasado, y sin olvidar los reciclajes, ni la experiencia de los mayores.

Todo ello requiere una apuesta seria, coordinada entre administraciones, sindicatos y empresarios, con medios y recursos y no sólo planes vacíos de contenido cuya máxima virtud es que no cuestan dinero. Es decir, que son inútiles, cuando no perjudiciales por clasistas.

En noveno lugar, vamos hacia una sociedad en la que, por decirlo gráficamente, la planta joven de algunos almacenes será algo del pasado, salvo que hablemos de jóvenes de 45 años.

El envejecimiento de la población es una realidad que tiene efectos paulatinos sobre todos los aspectos de la vida económica y social. Influirá sobre la actividad empresarial, financiera y de ocio cuando el principal grupo de consumidores supere los 45 años.

Afectará a las estructuras familiares, características de las viviendas, exigirá adaptación de los servicios sanitarios y sociales. Y, desde luego, cambiará la situación de la Seguridad Social.

Todo ello obliga a plantearse  en serio la revisión de varias políticas: de natalidad, de inmigración y de pensiones.

A medio plazo, con tiempo y sin alarmismos, tenemos que empezar a prepararnos para esa situación, superando la autocomplacencia sobre la situación de nuestra Seguridad Social.

Quien convierte en triunfalismo al aumento de cotizantes hoy, ignora que la relación básica a medio plazo no es entre activos y pasivos  sino entre cuánto pagan unos y cuánto cobran otros es decir, entre cotización media y pensión media.

Si el empleo que se crea es precario y de bajo sueldo, el número sólo, no basta.  Como tampoco basta, según las proyecciones a 20 o 30 años, con la inmigración cuya integración, en todo caso, debe hacerse de forma más coordinada, rápida y con más apoyos que hoy.

Si todos estamos de acuerdo en que las cotizaciones sociales son un impuesto sobre el trabajo, además regresivo, y las pensiones, sobre todo después de la creación de las no contributivas y los complementos de las más bajas, son consideradas como un servicio público esencial del Estado de Bienestar, tal vez debamos plantearnos una convergencia a 20 años entre la Seguridad Social y la Hacienda General del Estado.

Una medida de esta envergadura, posibilitaría una reordenación total del conjunto de impuestos directos sobre el trabajo y mecanismos complementarios públicos que primen las carreras laborales más largas.

Finalmente, y en décimo lugar, tenemos que fortalecer la cohesión territorial de España desde la nueva realidad del Estado de las Autonomías. Una realidad que no puede entorpecer la necesaria unidad de mercado pero que tampoco puede olvidarse a la hora de gestionar las políticas públicas, intentando recuperar un viejo centralismo imposible hoy con la Constitución en la mano.

El Estado de las Autonomías requiere gobernar desde el diálogo permanente, la coordinación y el esfuerzo común entre Gobierno Central y autonómicos.

El Estado de las Autonomías requiere buscar consensos en lugar de enfrentamientos y exclusiones,  a la hora de abordar cuestiones tan básicas como la financiación, los planes de infraestructuras, la gestión del agua, las políticas educativa o sanitaria y tantas y tantas otras en las que la responsabilidad es compartida o las competencias están transferidas.

Y las carencias al respecto son muchas y variadas.

No se puede utilizar órganos con alto componente territorial como el Senado o las Conferencias Sectoriales para enfrentar a unas Comunidades con otras o al Gobierno Central con las Comunidades gobernadas por un partido distinto al suyo.

Son precisas reformas en el sentido anunciado por el Partido Socialista para que el Estado Autonómico que tenemos tenga cauces institucionales que lo hagan gobernable desde la complejidad.

Pero también se requiere otro estilo y otro talante distinto al que manifiesta el actual partido en el gobierno.

El esfuerzo por facilitar la movilidad geográfica de los trabajadores para corregir las desigualdades territoriales que hoy se dan entre provincias con problemas para encontrar mano de obra y otras con elevadas tasas de paro, es un buen ejemplo de lo que digo.

Hace falta una acción concertada que implica a varias administraciones. Empezando por un Servicio Nacional de Empleo, hoy inexistente pues se han transferido las competencias sobre políticas activas de empleo a las CC.AA de tal manera que no hay un referente nacional que ponga en contacto ofertas y demandas, ni políticas de formación o que faciliten la movilidad.

Sin embargo, el principal freno a la movilidad geográfica es la precariedad laboral pues nadie cambia de residencia por un contrato de bajo salario y temporal.

Por ello, hacen falta subvenciones específicas para la contratación indefinida de trabajadores con residencia distinta al lugar del trabajo. Y, a partir de ahí, planes concretos y especiales de acceso a la vivienda y a los colegios.

Estos apuntes sobre diez reformas necesarias en España para abordar problemas de hoy con vistas al mañana configuran, junto a una manera distinta de entender la acción política, piezas de un programa de cambio profundo de nuestra sociedad a través de un énfasis distinto en las prioridades de la acción colectiva.

Un programa que pone a los ciudadanos en el centro de atención y que se configura a partir de sus problemas reales desde que se levantan hasta que se acuestan y a lo largo de las distintas etapas de su vida.

Entendiendo que la acción política sólo puede remover obstáculos o facilitar el que cada uno pueda llevar adelante su proyecto personal de vida.

Los patrones y maneras que guían la política con mayúsculas en el siglo XXI deben adaptarse a los retos y posibilidades de los tiempos que vivimos y no seguir los cauces y las formas del pasado.

Si queremos evitar la desafección creciente de los ciudadanos hacia la cosa pública y una peligrosa dualización social que sólo puede ser fuente de marginación y conflictos, hay que hacer cosas distintas desde talantes y actitudes distintas.

Hay que colocar las piezas del puzzle de otra manera y añadir otras, porque las posibilidades y necesidades sociales están cambiando y hoy, el dibujo que queremos hacer es diferente del anterior.

Los empresarios con éxito, algunos presentes en esta sala, lo están haciendo ya, al identificar nuevas demandas y nuevas soluciones para sus clientes. Se trata de que la política sea capaz de hacer lo mismo respecto de la ciudadanía.

Se trata de captar las nuevas demandas y ser capaces de satisfacerlas aprovechando las ventajas que ofrece la sociedad de hoy

Ese es el reto del nuevo socialismo del que les he apuntado aquí algunas ideas y propuestas.

Espero que, a pesar de lo largo de mi intervención, se hayan quedado con ganas de más. Sería una buena señal.

Gracias.