Sergio Moya Mena
Conferencia pronunciada
en la Asamblea Anual de Nouvelle
Gauche, Partido Socialista Francés. París 30 de noviembre
de 2002
“No
queremos, ciertamente, que el socialismo
sea
en América calco y copia. Debe ser creación
heroica.
Tenemos que dar vida, con nuestra
propia
realidad, en nuestro propio lenguaje, al
socialismo
indo-americano. He aquí una misión
digna
de una generación nueva”
José Carlos Mariátegui
Agradezco a los compañeros del Partido Socialista Francés la invitación a participar en este proceso de deliberación interna, de cara al próximo Congreso partidario. No estoy seguro si alguna de las experiencias recientes del socialismo latinoamericano puedan ser provechosas para ustedes, pero solo el hecho de compartir experiencias entre la realidad y los desafíos de la izquierda europea y latinoamericana, me parece un intercambio muy positivo. Un ejercicio que se debe repetir y fortalecer.
A través de todo el siglo XX, la lucha por el socialismo estuvo intrínsecamente relacionada con la democratización política y económica de muchas de las sociedades latinoamericanas, con la reducción de las desigualdades ocasionadas por el capitalismo y el imperialismo, con la extensión de los derechos de los trabajadores, con la lucha contra las dictaduras, etc. Desde sus orígenes como partidos democrático- revolucionarios, herederos de la doctrina aprista de Víctor Raúl Haya de la Torre, de la Revolución Mexicana, del New Deal norteamericano y de las corrientes socialistas europeas, los partidos socialdemócratas latinoamericanos estuvieron al frente de muchas luchas sociales por la democracia y la justicia social.
Con la caída de las dictaduras militares y la democratización del continente, estas organizaciones se convirtieron en verdaderas alternativas de poder, llegando muchas de ellas a ganar elecciones. Como partidos de gobierno, el conjunto de medidas típicamente aplicadas por la socialdemocracia llegó a constituir un modelo o paradigma que se vio estimulado por el auge del keynesianismo y por las teorías económicas desarrollistas.
Este “modelo socialdemócrata” o “Compromiso Socialdemócrata”, cuyos rasgos fundamentales eran Economía Mixta + Estado del Bienestar + Democracia Política, suponía que el capitalismo podía reformarse y transformarse -mediante sucesivos acercamientos- en un oorden socialista que mantuviera la democracia representativa. De esta manera, los socialdemócratas comenzaron a construir las estructuras políticas económicas y sociales que no solo llevaron a una modernización de la economía -de cara a su inserción en el sisteema capitalista mundial- sino también a un mejoramiento sustancial de las condiciones de vida de las clases trabajadoras y bajas.
Las bases sociales de estos proyectos se
sustentaban fundamentalmente en el proletariado urbano, sectores
progresistas de la burguesía y segmentos del campesinado.
La idea de que el Estado debía suministrar asistencia y apoyo (en especie o dinero) a ciudadanos con necesidades, pronto se convirtió en un criterio de consenso entre las elites políticas latinoamericanas, que veían en la progresividad de las medidas redistribucionistas y asistenciales del Estado, una evolución natural endógena al desarrollo y la modernización de las economías.
Hasta mediados de los años setenta, el balance de las conquistas socialdemócratas era muy positivo, en términos de haber logrado sociedades más democráticas, integradas e igualitarias.
Aun y cuando no se logró resolver el problema de la miseria y sus causas, la socialdemocracia mejoró sustancialmente la calidad de vida de los ciudadanos, incorporó a los sectores campesinos y medios a la vida política activa, defendió una política exterior antiimperialista y en algunos casos como el de Costa Rica, llegó incluso a tomar medidas tan audaces como la abolición del ejército.
A los partidos socialdemócratas les cabe la virtud de haber entendido en Latinoamérica la importancia de la categoría de lo “nacional popular”, es decir, la comprensión de que el proyecto de articulación política requería integrar en un Frente Único y bajo la hegemonía de proyectos reformistas nacionales, a todas las clases interesadas en la revolución democrática y antiimperialista. Este es un elemento sumamente importante a destacar, pues sin duda, el proyecto reformista de la socialdemocracia latinoamericana ha sido la aproximación más exitosa a una hegemonización de la cultura política por medio de la integración de intereses de distintos estratos sociales: trabajadores, campesinos, pequeña burguesía, estudiantes.
Si embargo, este consenso constituido en
torno a la conveniencia y necesidad del Estado de Bienestar
se empezó a desdibujar a principios de la década de los ochenta,
y tanto su eficacia como su necesidad se vieron
cuestionados.
Muchas cosas parecían haber cambiado
en el continente y el orden internacional hacía que las propuestas
“clásicas” de la socialdemocracia, parecieran no ser las más
idóneas para enfrentar los primeros retos de la mundialización.
La crisis económica internacional y el grave problema de la deuda
externa, pusieron a simple vista la magnitud de la situación y la
incapacidad de las ideas keynesianas para brindar soluciones.
Uno de los grandes componentes de esa crisis se cifraba en el papel del Estado y su incapacidad como agente del cambio social y económico. Este sujeto se veía rebasado por la ampliación de las expectativas sociales y económicas, por su incapacidad para continuar con sus diversos roles y por su burocracia e insuficiencia financiera.
En Latinoamérica, muchas veces se creyó que cuanto más interviniera el Estado en la vida social y la producción, más se beneficiaría a la sociedad en su totalidad. La socialización se confundió con la estatización pura y llana y de esta manera el progresivo peso del Estado en el sector productivo, llegó a desvirtuar el concepto mismo de economía mixta.
La crisis de la socialdemócrata
como ideología y como expresión de políticas concretas,
coincidió con el inició de la Revolución Conservadora
o Neoliberal, que a partir los años ochenta se convierte
en ideología dominante. El llamado Consenso de Washington
proclama al mercado como principio ordenador absoluto de las
relaciones económicas y sociales adquiriendo atributos “cuasi–mágicos”,
con capacidad para resolver todos los problemas de la humanidad. La liturgia
liberal se complementa con disciplina fiscal, eliminación de subsidios,
liberalización del comercio, privatizaciones, desregulación
y fortalecimiento de los derechos de propiedad intelectual.
La crisis de estatismo, del Estado del Bienestar afectó severamente a los partidos socialdemócratas.
La falta de alternativas hizo que la socialdemocracia perdiera su esencia transformadora y su capacidad propositiva, lo que implicó que a menudo fuera difícil distinguirla de otras corrientes de pensamiento. Incluso, gobiernos socialdemócratas han aplicado las mismas políticas de ajuste estructural defendidas por los conservadores. Así, de la socialdemocracia estatista de los años setenta se pasaba a una que privatizaba, desregulaba la economía, se retraía dentro del aparato productivo y debilitaba al Estado del Bienestar.
En mi propio país, Costa Rica,
gobiernos de mi partido impulsaron dos de los programas de ajuste estructural
diseñados por el Fondo Monetario Internacional, FMI. En el caso
de Venezuela, el ex Presidente Carlos Andrés Pérez, vicepresidente
de la Internacional Socialista, aplicó un programa neoliberal de
shock que ocasionó un levantamiento popular que causó más
de trescientas muertes.
Este desplazamiento a la derecha
puede explicarse en parte debido al desgaste que se había venido
produciendo en la relación entre los dirigentes partidarios y las
bases populares y sindicales, proceso paralelo a una tecnocratización
de esas mismas dirigencias.
Pero no han sido únicamente los partidos políticos los que han enfrentado una crisis de legitimidad ante la sociedad civil, también otros actores sociales -sujetos también de la ecuación socialdemócrata- como los sindicatos. La ofensiva neoliberal provocó que se debilitaran las relaciones de pertenencia a sindicatos y partidos con el consiguiente debilitamiento de la conciencia social y de capacidad de movilización.
Esta situación debilitó aun más las bases de los partidos socialdemócratas, creando una distorsión en cuanto a los intereses que se dicen defender y lo que realmente han hecho los partidos. Es decir, la oferta político-electoral no ha coincidido con la gestión gubernamental, lo cual implicó serios problemas de representatividad para los partidos.
La pérdida de la esencia reformista social ha hecho que los sectores populares, obreros y campesinos ya no identifiquen más a los partidos socialdemócratas como las fuerzas del cambio social. En las grandes luchas populares contra la privatización de los servicios públicos, contra la corrupción, los socialdemócratas no hemos estado en la calle con el pueblo.
Es cierto que ha sido difícil implementar políticas alternativas, pues hay un entorno internacional que amenaza con fugas de capitales o presiones financieras, pero en muchos casos se ha aceptado esta situación con una “docilidad extrema”. Y muchos líderes e ideólogos de nuestros partidos asumieron posicionamientos a favor de un mercado omnipotente, haciendo eco de la crítica neoconservadora a la intervención estatal estatal en la economía.
Los partidos socialdemócratas han descuidado la tarea de pensar y estudiar la realidad objetiva y cómo el Capitalismo Global acentúa las viejas desigualdades y genera nuevas. En todo caso, cuando se ha hecho algún esfuerzo de reflexión teórica, éste ha estado cargado de mucho diagnóstico y poca terapéutica. En algunos casos, los partidos funcionan únicamente como maquinarias electorales. Se ha descuidado la formación política de nuevos cuadros y especialmente de los jóvenes.
Todo esto ha tenido indiscutiblemente un
impacto en el debilitamiento de los partidos. Si hacemos una comparación
respecto al desempeño electoral de la socialdemocracia latinoamericana
en los últimos 15 años, vamos a descubrir un retroceso importante:
hace 15 años gobernábamos en 6 países; hace 10 años
en 5; hace 5 años en 4; hoy en día solo en 3.
Desde Latinoamérica presenciamos con mucho interés el debate que se suscitó en Europa con la Tercera Vía. Este debate fue un proceso interesante y provechoso para volver a replantearse cual es el proyecto socialista del futuro y que responsabilidad nos corresponde como partidos.
No hizo falta mucho tiempo para que la Tercera Vía desnudara su verdadera esencia conservadora y mediática, que desnaturaliza al socialismo y sus principios. Es justo reconocer, que la única vos en contra del oportunismo vergonzante de la Tercera Vía fue la que alzó el socialismo francés y su líder Lionel Jospin.
Sin embargo, la Tercera Vía tuvo una virtud muy importante. Propició una discusión necesaria dentro de nuestro movimiento en torno a la búsqueda de nuevos caminos e instrumentos. De esta manera, muchos partidos socialistas europeos se plantearon –después de mucho tiempo- un saludable debate ideológico interno.
Lamentablemente, este no ha sido el caso de Latinoamérica. Ha faltado en el continente una reflexión sobre el replanteamiento de los principios socialistas, y si los partidos socialdemócratas no se reconcilian con esos principios, planteándolos creativamente, el debate sobre la socialdemocracia latinoamericana no se va a cifrar en la renovación sino en la sobrevivencia. El futuro augura importantes cambios sociales en Latinoamérica y éstos cambios se van a llevar a cabo con o sin los partidos socialdemócratas.
Latinoamérica ha sido el campo de experimentación más funesto del neoliberalismo. Su legado es tristemente evidente. El desmantelamiento de los programas sociales gubernamentales, la privatización de los servicios públicos y el abandono de los agricultores por parte de los gobiernos, provocaron un aumento de la pobreza generalizado. Según el informe Panorama Social de 2001, de la Comisión Económica Para América Latina, CEPAL, en el año 2001, 214 millones de personas, casi el 43% de la población latinoamericana, vivía en la pobreza, mientras que para el año 2002, se espera que la pobreza aumente en 7 millones más.
Lo más aberrante, es que esta pobreza no es una consecuencia de la escasez de recursos humanos y materiales, sino el resultado de un sistema de exceso de oferta basada en el desempleo y en una minimización de los costes laborales. Aquí es donde el Capitalismo Global evidencia más desgarradoramente su incompatibilidad con la igualdad o la justicia social. Y es que la desigualdad no es solamente una desafortunada aberración dentro del capitalismo, sino un producto natural y una condición esencial de su funcionamiento.
El descontento con ese modelo, es lo que en los últimos dos años hemos generado una creciente efervescencia social y política a lo largo y ancho de todo el continente. Grandes masas de trabajadores, indígenas, desempleados, estudiantes, etc. han asumido un protagonismo directo en la construcción de un bloque social alternativo, que incluso ha hecho caer a más de un gobierno.
El hecho de que los partidos socialdemócratas tradicionales estén atravesando una profunda crisis, no significa compañeras y compañeros, que no haya un enorme potencial político para la izquierda. Existe un significativo avance electoral de alternativas progresistas, como lo confirman las recientes elecciones en Bolivia, Ecuador, Brasil y Uruguay. Y como en política no hay espacios vacíos, las crecientes demandas sociales de cambio han venido siendo capitalizadas por una nueva generación de partidos políticos. La llamada Nueva Izquierda latinoamericana, que no son precisamente los tradicionales partidos socialdemócratas. Este es el caso del PT de Brasil, el MAS en Bolivia o el Frente Amplio de Uruguay.
Los recientes procesos electorales demuestran que los bloques económicos y políticos que sustentaron al modelo neoliberal durante 20 años se están rompiendo. Es un modelo que ya no da más y existe un evidente hastío de parte de la población. En Brasil, la derecha se las ingenió para “fabricar” candidatos que pudieran vencer a Lula da Silva en las tres anteriores elecciones. Esta vez ya no ha sido capaz de volverlo a hacer y lo mismo parece ser cierto para otros países de la región.
En Bolivia, el líder indígena Evo Morales y su partido Movimiento Al Socialismo, MAS, alcanzaron el 21% en la primera ronda de las elecciones presidenciales de junio. El MAS es el punto de convergencia de un amplio sector de organizaciones indígenas aymaras, quechuas y productores de hoja de coca. Con un discurso anticapitalista, antiimperialista y democrático desde lo colectivo, el éxito del MAS, es el resultado de una creciente lucha del pueblo boliviano contra sus opresores internos y externos.
Una conjunción de intereses de la oligarquía, la Embajada de los Estado Unidos y la complicidad del socialdemócrata Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, evitaron que Morales fuera electo presidente en el Congreso Nacional. Si embargo, el MAS se convirtió en la segunda fuerza política del país y obtuvo una importante cantidad de diputados, los mismo que el otro partido indígena, el Movimiento Indio Pachacuti, MIP, que defiende “un socialismo de inspiración incaica”. Por primera vez en su historia, Bolivia tiene un parlamento plurinacional en el que se hablan cinco lenguas.
En Ecuador, ha sido electo presidente Lucio Gutiérrez, quien lideró a los oficiales que apoyaron el levantamiento indígena del 21 de enero de 2000, que provocó la caída del presidente Jamil Mahuad. Gutiérrez fue apoyado por el Eje Pachacuti, brazo político de la poderosa Confederación Nacional de Organizaciones Indígenas, CONAIE, y otra gran cantidad de movimientos sociales y campesinos.
Venezuela es otro caso muy significativo. El Presidente Hugo Chávez y su “Revolución Bolivariana”, han desafiado a importantes sectores de la oligarquía y a la corrupta clase política tradicional. Ha sido el único presidente latinoamericano que ha hecho algún grado de oposición a iniciativas imperialistas norteamericanas como el Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA, o el Plan Colombia.
Pero ha sido la victoria electoral de Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores en Brasil la prueba más contundente de que las cosas están cambiando aceleradamente en el continente.
Esta victoria es el resultado de muchos años de consolidar una propuesta política y social cuyo fundamento es una profunda radicalización de la democracia. No es por lo tanto extraño que cinco de los seis candidatos a la presidencia fueran socialistas, o que hace un año una encuesta realizada por la firma IBOPE, evidenció que el 55% de la población brasileña apoyaría una revolución socialista.
El PT, si bien es un partido fundado por la clase obrera, ha tenido la capacidad de realizar lo que siempre ha sido una aspiración de la izquierda: latinoamericana: funcionar como un Bloque Histórico con los movimientos sociales, los sindicatos, comunidades eclesiales de base, campesinos sin tierra, intelectuales, artistas, etc.
Esto ha convertido al PT en un partido con extraordinario arraigo popular y una de las organizaciones socialistas más grandes del mundo. El triunfo de Lula es muy trascendental, porque representa una contundente derrota para el neoliberalismo y también porque es el triunfo de un nuevo tipo de izquierda, distinta no solo del tradicional modelo burocrático y verticalista del partido marxista, sino también de la socialdemocracia clásica. Es una izquierda moderna, “post Guerra Fría”, capaz de desenvolverse creativamente en el marco del capitalismo global.
Teniendo como base la ética en la política, la prioridad en lo social y la alternativa de un Brasil más justo y solidario, los estados y municipios gobernados por el PT han experimentado una significativa mejoría en la calidad de vida de la gente, un descenso impresionante de los niveles de corrupción y sobre todo, una nueva forma de hacer política. Iniciativas como el Banco del Pueblo, los programas de renta mínima o el Presupuesto Participativo, han jugado un papel fundamental en la democratización de las ciudades gobernadas por el PT y en el mejoramiento de los mecanismos de control social sobre los recursos públicos. Son prácticas de gobierno que demuestran que es posible un camino diferente, que es posible alcanzar una verdadera democracia participativa.
Desafíos y retos del socialismo latinoamericano
El sociólogo francés Alain Touraine apuntaba hace algunos meses en un artículo en la revista Foreign Affairs, que en Latinoamérica, el hecho de tener sociedades duales entre las élites ricas y las masas desposeídas, hacía muy difícil mantener un proceso político continuo, lo cual dificulta la posibilidad de vincular demandas sociales con perspectivas internacionales.
Afortunadamente esta tendencia se empieza a revertir. Cada vez se adquiere más conciencia de la necesidad de combatir la Mundialización Liberal más allá de las fronteras nacionales.
A la par de esfuerzos como el Foro Social Mundial de Porto Alegre, ha surgido una importante coalición de movimientos sociales que hacen frente a esa mundialización y sus expresiones concretas: el ALCA, el Plan Colombia o el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, NAFTA.
Esto ilustra por primera vez en mucho tiempo que las minorías desposeídas no son solamente víctimas, sino que son o pueden ser actores fundamentales, que animados por la defensa de la libertad, la justicia y la dignidad, están dispuestos a diseñar y proponer una mundialización alternativa desde Latinoamérica.
Los casos de Brasil y Bolivia en los cuales los movimientos sociales han jugando un papel fundamental en la conquista de espacios políticos para el socialismo, son un ejemplo positivo de cómo es posible hacer converger a la izquierda política con la izquierda social. Algo que no parece ser del todo fácil en el resto del mundo, en donde existe una desconfianza mutua entre los movimientos sociales anti-mundialización y los partidos socialistas. Para los primeros, los partidos no sirven más que para embarcar a sus sociedades en el “ritual de elecciones de cada cuatro años”. Son parte del statu quo y no instrumentos para el cambio social. Para los partidos, los movimientos sociales hacen una peligrosa crítica a la política, desconociendo que ésta es el espacio legítimamente democrático para cualquier iniciativa de cambio social y político y que la Sociedad Civil sigue siendo un espacio demasiado heterogéneo y lleno de contradicciones.
El diálogo y la convergencia entre esto dos sectores constituyen una prioridad fundamental para el socialismo latinoamericano. Lo que implica una actitud distinta de los partidos. Tanto la izquierda social como la política, deben entender que las transformaciones no se producen espontáneamente ni mucho menos por una “graciosa concesión” de los poderosos. La construcción de cualquier fuerza popular antisistémica que pretenda transformar cualitativamente la sociedad, necesita forzosamente un instrumento político, es decir un partido o un frente político.
Pero el partido también tiene que reconocer que la reconstrucción de un proyecto de futuro en el que se pueda converger con la izquierda social, requiere exorcizar todas las prácticas y vicios del pasado, como el dogmatismo, el vanguardismo, sectarismo, reduccionismo clasista, etc.
El nuevo modelo de partido que requiere
la izquierda latinoamericana es un partido volcado a la sociedad. Su fortaleza
no se mide por el número de militantes sino por la influencia que
éste tiene en la sociedad. Es muy importante también
que el partido asuma la defensa de cualquier tipo de opresión, que
afecte a todos los sectores sociales discriminados y excluidos económica,
política, social y culturalmente. Este es precisamente otro aspecto
que caracteriza el éxito del PT.
Un Internacionalismo genuino
La renovación de los partidos socialistas latinoamericanos nos lleva a la necesidad de construir un nuevo internacionalismo.
En este sentido hace falta mucho todavía para sensibilizar a los partidos socialistas de Latinoamérica respecto a la necesidad de integrar más los esfuerzos en el campo internacional. La Internacional Socialista no puede seguir siendo en Latinoamérica un “club de amigos”, sin incidencia en la vida política del continente y cuyas reuniones tienen muy bajo nivel de discusión teórica.
El reto fundamental del socialismo en Latinoamérica y el mundo, es definir un internacionalismo verdadero que necesariamente deberá implicar para los partidos, un programa de gobierno a corto plazo y un programa internacionalista a largo plazo cuyo fin no es otro que la democracia global.
Aprovechando el avance de importantes sectores de la izquierda se debería propiciar un nuevo equilibrio de fuerzas a nivel hemisférico que posibilite un replanteamiento crítico de iniciativas como el Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA, hasta ahora aceptada dócilmente por todos los gobiernos latinoamericanos y que es realmente una “anexión a los Estados Unidos”.
En Latinoamérica existen condiciones para definir proyectos alternativos y populares. Sin embargo, no nos podemos dejar llevar por el triunfalismo. La conquista de importantes espacios políticos, no significa que los socialistas latinoamericanos tengamos todavía un proyecto alternativo sistémico al liberalismo.
El politólogo Immanuel Wallerstein
afirma en su libro “Después del Liberalismo”, que la crisis actual
es tan profunda, que tendrá que pasar mucho tiempo –tal vez dos
décadas- antes de que tengamos una alternativa antisistémica
clara. El discurso hegemónico dominante nos repite día
a día la imposibilidad de alternativas. Después del triunfo
de Lula da Silva, infinidad de artículos en la prensa leal al sistema,
advierten sobre la “inconveniencia” de implementar políticas que
“rompan” con el Consenso de Washington. Si Lula aplica un programa socialista
“será el caos”.
Muchos de los socialdemócratas
de Latinoamérica han terminado asumiendo este discurso. Tanto les
han dicho que no había alternativas que terminaron creyéndoselo.
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¿Qué representa el socialismo a inicios de un nuevo siglo? Una de las conclusiones de la excelente obra de Donald Sassoon, “One Hundred years of Socialism”, es que el socialismo fracasó al intentar abolir al capitalismo. Lo más que pudo hacer fue “civilizarlo” a través del Estado de Bienestar. Hoy en día parece que la tradición socialista ha ido quedando subsumida en una suerte de liberalismo que reconoce la importancia de ciertas medidas igualitaristas, pero que no asume una radical discontinuidad con la sociedad capitalista.
No creo bajo ninguna circunstancia que esta aquí se haya agotado la misión histórica del socialismo. Me resisto a creer que el presente orden social y económico sea la “culminación de la historia humana” como Fukuyama aseguró hace trece años.
La Mundialización Liberal presenta la gran paradoja de que, si por un lado esta revolución económica y las nuevas tecnologías posibilitan a los pueblos y las naciones su integración en el progreso, al mismo tiempo promueven la renovación de las prácticas de explotación capitalista más bárbaras.
Este orden, sustentado estrictamente en la lógica del lucro, es insostenible desde cualquier punto de vista económico, ambiental o ético. Su fracaso para garantizar la convivencia humana y la democracia se remite a la concepción filosófica que le ha sustentado: el liberalismo realmente existente, núcleo del Pensamiento Único.
La Mundialización Liberal como ideología,
implica una serie de valores o actividades que el socialismo no puede aceptar:
el individualismo amoral, insolidario y egoísta; la libre competencia
trasladada desde el mercado a la totalidad de las relaciones humanas; la
desigualdad como criterio sobre el que el sistema construye y fundamenta
su funcionamiento; el éxito social y el dinero como elementos
motivadores del ser humano.
Los valores del socialismo serán
siempre superiores desde el punto de vista ético. No solo
como una mera perspectiva filosófica sino fundamentalmente, una
aspiración, un objetivo a conseguir.
Pero la superioridad ética de esos valores no es relevante si no construimos una alternativa antisistémica efectiva a la Mundialización Liberal. En Latinoamérica aun no la tenemos, pero al menos, se ha iniciado el camino del cambio social y existen millones de latinoamericanos dispuestos a seguirlo.
Creo como lo apunta Martha Harnecker, que esto plantea para la izquierda un replanteamiento general de la política, para verla no como “arte de lo posible”, sino como “el arte de hacer posible lo imposible”. Pero también hay que volver a soñar, porque una vida sin utopía es una antesala para la muerte.
Este camino en Latinoamérica pasa por una radicalización de la democracia, por una extensión de la participación y por un rencuentro con los mismos principios que inspiraron a los precursores de las ideas socialistas en el continente hace 100 años. Ser fiel a los principios es ser fiel a la llama, no a la ceniza decía Jean Jaurès. Esto implica reencontrarse con el pueblo y con los oprimidos, a quienes nos hemos comprometidos a defender. Porque para eso es que estamos en política, para Cambiar la Vida.
El futuro pertenece al socialismo.