Socialismo moderno
o liberalismo
antiguo

Colectivo Itaca (*)
El Mundo, 2 de octubre


Escribía Aranguren que la última artimaña de la derecha consiste en propagar el rumor de la  superación de la antítesis izquierda-derecha. Desde Raymond Aaron hasta nuestro González de la Mora, muchos pensadores se han apresurado a proclamar el ocaso de las ideologías o, lo que es lo mismo, el imperio de una sola ideología, la conservadora. Ha sido, sin
embargo, en los  últimos años, cuando esta creencia ha saltado del mundo de los libros a la práctica social y  política de la mano de eso que se ha dado en llamar pensamiento único, y que algún otro ha calificado de pensamiento cero.

En realidad, el ardid puede ser incluso más refinado: la derecha rapta el nombre y los distintivos de la izquierda con el objetivo de que, bajo una apariencia formal de pluralidad, sólo permanezca un discurso. Se trata de mantener la antinomia zquierda-derecha, pero vaciada de  todo contenido ideológico. La derecha se desdobla en dos, de forma que con marcas
distintas  pueda ocupar todo el espacio electoral. El pensamiento único reafirma al máximo su tendencia a  la totalidad cuando él mismo crea su propia oposición. Es como esos empresarios que se fabrican el sindicato a su medida. No deja de ser significativo que muchos de los que hoy  escriben en nuestro país contra el neoliberalismo económico y contra el pensamiento
único  fueran, en el pasado, los máximos defensores de una política neoliberal, y que -incluso en el momento presente- la crítica que realizan sea puramente nominal y dirigida contra los ejecutores  por pertenecer a otra fuerza política, pero sin poner en cuestión los principios y postulados que están en la base de la teoría.

En estos días, surge con fuerza en Europa la Tercera Vía o el nuevo centro. Algunos lo presentan  como una alternativa al neoliberalismo. Cabría decir que es más bien una alternativa al  socialismo, la pretensión de destruirlo desde dentro, ecuestrando sus siglas y su marca para  que todas las opciones posibles queden encerradas en el estrecho campo del pensamiento único.

En el manifiesto firmado hace meses por Schröder y Blair es difícil encontrar el menor vestigio de una ideología socialista y, por el contrario, se hallan enunciados casi todos los elementos del  neoliberalismo económico, si bien es verdad que edulcorados con buenas intenciones, que, por  cierto, resultan inútiles e inviables tan pronto como se asumen determinadas hipótesis y
axiomas. Querer conjugar valores socialistas con una política y un discurso económico  neoliberal es lo mismo que hacer un círculo cuadrado. Por otra parte, tal edulcoración aparece en los programas de todos los partidos, aun en los más conservadores, si es que pretenden ganar las elecciones. Ninguna fuerza política se atreve a exponer con toda su crudeza
el pensamiento  neoliberal. Eso queda exclusivamente para las organizaciones empresariales, las entidades  financieras o para la legión de expertos que mantienen.

El término que seguramente más se repite en el documento citado es el de moderno o modernidad. Se presenta con la aspiración de novedad, pero nada menos cierto. Primero, porque el contagio de una parte importante de la socialdemocracia por el neoliberalismo económico es ya viejo. El felipismo en España, por ejemplo, fue pionero en esta asimilación y
pocas cosas pueden encontrarse en esa Tercera Vía o en el nuevo centro que no hubiesen sido ya  asumidos por aquél. A cada uno lo suyo. Si Schröder y Blair fuesen honestos deberían  reconocer los méritos de González y considerarle su maestro y precursor.

Segundo, porque este socialismo moderno no es más que liberalismo antiguo. La tan cacareada  Tercera Vía es una mezcla de un vetusto colonialismo en política exterior, al rebufo del nuevo  imperio, y de la teoría de la oferta en materia económica, heredera de los principios rancios de  la doctrina neoclásica. Las teorías que hace 30 años eran presentadas como meros
restos  arqueológicos son las ahora dominantes. El modelo neoclásico, ayer tenido por obsoleto y  erróneo, hoy es el único que se enseña en las facultades, mientras que el keynesianismo es  marginado de las aulas, y automáticamente descalificado quien pretenda defender sus  apreciaciones. Fenómeno singular en la historia de las ideas. Se posterga y se denigra un sistema explicativo que había probado que funcionaba eficazmente, aun cuando careciese de  respuesta a todas las preguntas -cosa que nunca había pretendido-, para retornar a doctrinas más  antiguas que se habían evidenciado engañosas e ineficaces en múltiples ocasiones.

Tal como afirma Emmanuel Todd: «Un pensamiento económico que desde Keynes vuelve a Say es el equivalente de una ciencia física que regresase a la edad precopernicana de un Sol que da  vueltas alrededor de la Tierra». El pensamiento prekeynesiano propio del neoliberalismo económico y asumido por ciertos  experimentos socialdemócratas, tales como los de la Tercera Vía o el nuevo centro, parte de un error: encadenarse a los análisis microeconómicos extrapolando sus resultados
al mundo de la  macroeconomía. Así, sostiene que lo que es bueno para un empresario continúa siéndolo si se generaliza, o que la política económica conveniente cuando se adopta en un solo país también lo  es a escala mundial.

Sus preocupaciones se dirigen exclusivamente al lado de la oferta, generar las mejores  condiciones para que los empresarios inviertan y creen empleo. Bajo este imperativo, se opta  por desregular el mercado de trabajo, reducir impuestos y cargas sociales, limitar las retribuciones de los trabajadores, etcétera. El análisis, por lo simple, tiene un gran poder de seducción. Si son los empresarios los que crean riqueza y empleo (se desprecian gratuitamente los bienes y servicios públicos y, por lo tanto, el empleo público como improductivo), la mejor política es la de dotarles de todo tipo de facilidades, allanarles el camino.

Pero en economía,  como en casi todo, hay que huir de las recetas extremadamente simples, en especial cuando se
han demostrado ya erróneas en el pasado como en este caso.  Este análisis, dejando por ahora al margen la idea tan escabellada de que los bienes y  servicios públicos son improductivos, olvida el carácter circular de la actividad económica. No  sólo hay que producir en las mejores condiciones posibles, sino también vender la producción.

Tan importante como la oferta es la demanda. Y ésta no se crea, como pretendía Say y defienden  implícitamente sus epígonos, automáticamente a partir de aquélla. Es más, por cuantiosos que  sean los incentivos laborales y fiscales, será improbable que un empresario incremente su  actividad si no espera tener la demanda adecuada. Es verdad que, desde una óptica individual,  se puede pensar que la reducción en sus costes le permitirá ganar posiciones en el mercado y apoderarse de una porción mayor de demanda. Pero la cuestión cambia de signo tan pronto  como se generaliza, tan pronto como se pasa de la micro a la macroeconomía.

Las actuaciones  en un mismo sentido de todos los empresarios terminan anulándose y se precisaría un  incremento de la demanda global para impulsar la actividad, incremento de demanda que, en  ningún caso, vendrá impulsado por la reducción de costes.

Más bien es muy posible que el resultado sea el contrario del perseguido. Desde esta  perspectiva general, lo que es coste para una empresa, por ejemplo los salarios, es demanda  para el resto, porque las ventas de todas las empresas están dependiendo en gran medida de las  retribuciones de los trabajadores. Reducir los costes, si no es por un incremento de la productividad, es decir de la eficacia en el proceso productivo de la empresa, significa por  tanto deprimir la demanda global.

Algo similar sucede cuando el planteamiento se aplica al orden internacional. La política de  todos los países se orienta en la dirección de que las empresas nacionales ganen competitividad  frente a las extranjeras, a efectos de conseguir una mejor posición en el mercado europeo e  internacional. Todos pretenden incrementar sus exportaciones, pero deprimiendo por un menor gasto público y peores condiciones de los trabajadores la demanda interna, sin caer en la cuenta  de que la demanda mundial de la que dependen las exportaciones no es más que la suma de la  demanda de todos los países. En definitiva, al igual que las empresas en el ámbito nacional,  todos los países tratan de apoderarse de un trozo del pastel de los otros, pero
ninguno trabaja  por aumentar la tarta.

La asunción de estas ideas y el comportamiento que de ellas se deriva sólo podían conducir a lo que viene sucediendo en el mundo desde mediados de los 70 con el predominio paulatino del  neoliberalismo, que el crecimiento económico al margen de las fluctuaciones cíclicas cada vez  es menor y el paro mayor, a pesar de reducirse la productividad del trabajo y ser los empleos  más precarios. Si en la década de los 60, la tasa media de incremento anual del PIB fue, para el  conjunto de los países que hoy conforman la Unión Europea, del 4,8%, en los 70 fue del 3%, y  del 2,4%, en los 80; en el transcurso de la presente década esta tasa se sitúa en el 1,2%.

Recurrir al realismo y al pragmatismo no tiene demasiada razón de ser. Las nuevas circunstancias que se aducen tales como el libre cambio, la globalización o la libre circulación  de capitales no son la causa del neoliberalismo económico, sino su efecto. Y
tampoco son tan  nuevas como se pretende. Se han producido siempre que la economía se ha liberalizado. Puede haber dificultades en que un único país cambie de política económica, pero la cosa es bien  distinta cuando estamos hablando de Europa en su conjunto. Hoy existen en Europa 13 gobiernos  socialdemócratas. Si este cambio no se produce y estos gobiernos asumen los principios y  postulados neoliberales, no es por pragmatismo ni por realismo, y mucho menos
por modernidad. Es lisa y llanamente porque han dejado de ser socialistas.


(*) El Colectivo Itaca está integrado por Nicolás Redondo, José Antonio Gimbernat, Juan
Francisco Martín Seco y Joaquín Navarro.