Socialismo
moderno
o liberalismo
antiguo
Escribía
Aranguren que la última artimaña de la derecha consiste en
propagar el rumor de la superación de la antítesis
izquierda-derecha. Desde Raymond Aaron hasta nuestro González de
la Mora, muchos pensadores se han apresurado a proclamar el ocaso de las
ideologías o, lo que es lo mismo, el imperio de una sola ideología,
la conservadora. Ha sido, sin
embargo, en los últimos años, cuando esta creencia
ha saltado del mundo de los libros a la práctica social y
política de la mano de eso que se ha dado en llamar pensamiento
único, y que algún otro ha calificado de pensamiento cero.
En realidad, el ardid puede ser incluso más refinado: la derecha
rapta el nombre y los distintivos de la izquierda con el objetivo de que,
bajo una apariencia formal de pluralidad, sólo permanezca un discurso.
Se trata de mantener la antinomia zquierda-derecha, pero vaciada de
todo contenido ideológico. La derecha se desdobla en dos, de forma
que con marcas
distintas pueda ocupar todo el espacio electoral. El pensamiento
único reafirma al máximo su tendencia a la totalidad
cuando él mismo crea su propia oposición. Es como esos empresarios
que se fabrican el sindicato a su medida. No deja de ser significativo
que muchos de los que hoy escriben en nuestro país contra
el neoliberalismo económico y contra el pensamiento
único fueran, en el pasado, los máximos defensores
de una política neoliberal, y que -incluso en el momento presente-
la crítica que realizan sea puramente nominal y dirigida contra
los ejecutores por pertenecer a otra fuerza política, pero
sin poner en cuestión los principios y postulados que están
en la base de la teoría.
En estos días, surge con fuerza en Europa la Tercera Vía o el nuevo centro. Algunos lo presentan como una alternativa al neoliberalismo. Cabría decir que es más bien una alternativa al socialismo, la pretensión de destruirlo desde dentro, ecuestrando sus siglas y su marca para que todas las opciones posibles queden encerradas en el estrecho campo del pensamiento único.
En el manifiesto firmado hace meses por Schröder y Blair es difícil
encontrar el menor vestigio de una ideología socialista y, por el
contrario, se hallan enunciados casi todos los elementos del neoliberalismo
económico, si bien es verdad que edulcorados con buenas intenciones,
que, por cierto, resultan inútiles e inviables tan pronto
como se asumen determinadas hipótesis y
axiomas. Querer conjugar valores socialistas con una política
y un discurso económico neoliberal es lo mismo que hacer un
círculo cuadrado. Por otra parte, tal edulcoración aparece
en los programas de todos los partidos, aun en los más conservadores,
si es que pretenden ganar las elecciones. Ninguna fuerza política
se atreve a exponer con toda su crudeza
el pensamiento neoliberal. Eso queda exclusivamente para las
organizaciones empresariales, las entidades financieras o para la
legión de expertos que mantienen.
El término que seguramente más se repite en el documento
citado es el de moderno o modernidad. Se presenta con la aspiración
de novedad, pero nada menos cierto. Primero, porque el contagio de una
parte importante de la socialdemocracia por el neoliberalismo económico
es ya viejo. El felipismo en España, por ejemplo, fue pionero en
esta asimilación y
pocas cosas pueden encontrarse en esa Tercera Vía o en el nuevo
centro que no hubiesen sido ya asumidos por aquél. A cada
uno lo suyo. Si Schröder y Blair fuesen honestos deberían
reconocer los méritos de González y considerarle su maestro
y precursor.
Segundo, porque este socialismo moderno no es más que liberalismo
antiguo. La tan cacareada Tercera Vía es una mezcla de un
vetusto colonialismo en política exterior, al rebufo del nuevo
imperio, y de la teoría de la oferta en materia económica,
heredera de los principios rancios de la doctrina neoclásica.
Las teorías que hace 30 años eran presentadas como meros
restos arqueológicos son las ahora dominantes. El modelo
neoclásico, ayer tenido por obsoleto y erróneo, hoy
es el único que se enseña en las facultades, mientras que
el keynesianismo es marginado de las aulas, y automáticamente
descalificado quien pretenda defender sus apreciaciones. Fenómeno
singular en la historia de las ideas. Se posterga y se denigra un sistema
explicativo que había probado que funcionaba eficazmente, aun cuando
careciese de respuesta a todas las preguntas -cosa que nunca había
pretendido-, para retornar a doctrinas más antiguas que se
habían evidenciado engañosas e ineficaces en múltiples
ocasiones.
Tal como afirma Emmanuel Todd: «Un pensamiento económico
que desde Keynes vuelve a Say es el equivalente de una ciencia física
que regresase a la edad precopernicana de un Sol que da vueltas alrededor
de la Tierra». El pensamiento prekeynesiano propio del neoliberalismo
económico y asumido por ciertos experimentos socialdemócratas,
tales como los de la Tercera Vía o el nuevo centro, parte de un
error: encadenarse a los análisis microeconómicos extrapolando
sus resultados
al mundo de la macroeconomía. Así, sostiene que
lo que es bueno para un empresario continúa siéndolo si se
generaliza, o que la política económica conveniente cuando
se adopta en un solo país también lo es a escala mundial.
Sus preocupaciones se dirigen exclusivamente al lado de la oferta, generar las mejores condiciones para que los empresarios inviertan y creen empleo. Bajo este imperativo, se opta por desregular el mercado de trabajo, reducir impuestos y cargas sociales, limitar las retribuciones de los trabajadores, etcétera. El análisis, por lo simple, tiene un gran poder de seducción. Si son los empresarios los que crean riqueza y empleo (se desprecian gratuitamente los bienes y servicios públicos y, por lo tanto, el empleo público como improductivo), la mejor política es la de dotarles de todo tipo de facilidades, allanarles el camino.
Pero en economía, como en casi todo, hay que huir de las
recetas extremadamente simples, en especial cuando se
han demostrado ya erróneas en el pasado como en este caso.
Este análisis, dejando por ahora al margen la idea tan escabellada
de que los bienes y servicios públicos son improductivos,
olvida el carácter circular de la actividad económica. No
sólo hay que producir en las mejores condiciones posibles, sino
también vender la producción.
Tan importante como la oferta es la demanda. Y ésta no se crea, como pretendía Say y defienden implícitamente sus epígonos, automáticamente a partir de aquélla. Es más, por cuantiosos que sean los incentivos laborales y fiscales, será improbable que un empresario incremente su actividad si no espera tener la demanda adecuada. Es verdad que, desde una óptica individual, se puede pensar que la reducción en sus costes le permitirá ganar posiciones en el mercado y apoderarse de una porción mayor de demanda. Pero la cuestión cambia de signo tan pronto como se generaliza, tan pronto como se pasa de la micro a la macroeconomía.
Las actuaciones en un mismo sentido de todos los empresarios terminan anulándose y se precisaría un incremento de la demanda global para impulsar la actividad, incremento de demanda que, en ningún caso, vendrá impulsado por la reducción de costes.
Más bien es muy posible que el resultado sea el contrario del perseguido. Desde esta perspectiva general, lo que es coste para una empresa, por ejemplo los salarios, es demanda para el resto, porque las ventas de todas las empresas están dependiendo en gran medida de las retribuciones de los trabajadores. Reducir los costes, si no es por un incremento de la productividad, es decir de la eficacia en el proceso productivo de la empresa, significa por tanto deprimir la demanda global.
Algo similar sucede cuando el planteamiento se aplica al orden internacional.
La política de todos los países se orienta en la dirección
de que las empresas nacionales ganen competitividad frente a las
extranjeras, a efectos de conseguir una mejor posición en el mercado
europeo e internacional. Todos pretenden incrementar sus exportaciones,
pero deprimiendo por un menor gasto público y peores condiciones
de los trabajadores la demanda interna, sin caer en la cuenta de
que la demanda mundial de la que dependen las exportaciones no es más
que la suma de la demanda de todos los países. En definitiva,
al igual que las empresas en el ámbito nacional, todos los
países tratan de apoderarse de un trozo del pastel de los otros,
pero
ninguno trabaja por aumentar la tarta.
La asunción de estas ideas y el comportamiento que de ellas se deriva sólo podían conducir a lo que viene sucediendo en el mundo desde mediados de los 70 con el predominio paulatino del neoliberalismo, que el crecimiento económico al margen de las fluctuaciones cíclicas cada vez es menor y el paro mayor, a pesar de reducirse la productividad del trabajo y ser los empleos más precarios. Si en la década de los 60, la tasa media de incremento anual del PIB fue, para el conjunto de los países que hoy conforman la Unión Europea, del 4,8%, en los 70 fue del 3%, y del 2,4%, en los 80; en el transcurso de la presente década esta tasa se sitúa en el 1,2%.
Recurrir al realismo y al pragmatismo no tiene demasiada razón
de ser. Las nuevas circunstancias que se aducen tales como el libre cambio,
la globalización o la libre circulación de capitales
no son la causa del neoliberalismo económico, sino su efecto. Y
tampoco son tan nuevas como se pretende. Se han producido siempre
que la economía se ha liberalizado. Puede haber dificultades en
que un único país cambie de política económica,
pero la cosa es bien distinta cuando estamos hablando de Europa en
su conjunto. Hoy existen en Europa 13 gobiernos socialdemócratas.
Si este cambio no se produce y estos gobiernos asumen los principios y
postulados neoliberales, no es por pragmatismo ni por realismo, y mucho
menos
por modernidad. Es lisa y llanamente porque han dejado de ser socialistas.
(*) El Colectivo Itaca está
integrado por Nicolás Redondo, José Antonio Gimbernat, Juan
Francisco Martín Seco
y Joaquín Navarro.