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(trinidad1a.htm; versión al 1.11.10.2000)
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Textos de Hans Urs von Balthasar
LA TRINIDAD Y LA LIBERTAD DE DIOS a) La Trinidad... "Gracias a la referencia de Jesús por un lado al Padre y por otro al Espíritu, vemos aparecer la realidad de lo que en su formulación explícita se llamará la Trinidad de Dios. El Padre, al que muestra Jesús, es su origen, pero distinto de él; de la misma manera el Espíritu que, al volver al Padre, enviará de parte de éste, es también distinto de él. Ahora bien, la distinción de varios sujetos en Dios no es posible desde el punto de vista cristiano más que a partir del comportamiento de Jesucristo. Sólo en él se nos ha abierto y hecho accesible la Trinidad. De esta manera queda confirmado definitivamente lo que es decisivo- el principio empleado en este libro, según el cual los personajes teológicos no pueden ser definidos independientemente de su acción dramática. Del Padre, del Hijo y del Espíritu como "personas" divinas, sólo sabemos gracias a la figura y comportamiento de Jesucristo. hay que aprobar entonces el principio, frecuentemente empleado hoy, según el cual no podemos llegar a conocer a la Trinidad inmanente y arriesgar afirmaciones al respecto más que por la Trinidad económica. De aquí cabe sacar dos consecuencias. La primera es que, a la hora de aplicar analogías extracristianas a la Trinidad, se exige la máxima prudencia: les falta la base económica, razón por la cual aparecen fácilmente como meras adiciones de principios cosmológicos (cfr. la trinidad hinduísta), en cuyo caso no escapan a un triteísmo, o se presentan como tres aspectos del Uno (como en el Vedanta) quedándose así en el modalismo. la otra consecuencia es que desde el punto de vista cristiano la Trinidad económica aparece realmente como la interpretación de la Trinidad inmanente que, no obstante, al ser el principio fundante de la primera, no puede ser identificada sencillamente con ella. Porque en tal caso la Trinidad inmanente y eterna corre el riesgo de reducirse a la Trinidad económica; más claramente, Dios corre el riesgo de ser absorbido en el proceso del mundo y de no poder llegar a sí mismo más que a través de dicho proceso. En la Trinidad revelada por Cristo aparecen las dos cosas al mismo tiempo: que Dios como Padre, Hijo y Espíritu se ocupa del mundo, y esto para su salvación el dogma de la Trinidad, en su entraña más profunda, porta un cuño soteriológico-, pero se ocupa del mundo en cuanto Dios, que no se convierte en "el amor" por el hecho de tener al mundo como su "tú" y su "partenaire", sino por ser en sí mismo y por encima del mundo "el amor". Sólo así puede revelarse 2el amor". Sólo así puede revelarse en libertad y entregarse a amar; sólo así, pues, puede el teodrama llegar a ser definitivamente un drama personal y no un acontecimiento natural, un drama tal que no rebaje el valor de los encuentros dramáticos interhumanos, sino que los integre y les confiera por encima de todo una auténtica significación personal." (BALTHASAR, Hans Urs von, Teodramática. Vol III, Las personas del drama: el hombre en Cristo, Madrid 1993, 466-467). El budista evade la pregunta sobre el "más". El judío y el musulmán prefieren quedarse distantes de la trascendencia de Yahvé/Alá en una distancia sin acercarse cristológica ni trinitariamente: "Al budista, callar sobre el fundamento de la (para él inexplicable) existencia de un mundo plural y problemático le parece más correcto que servirse de teorías inverificables sobre él; al judío y al musulmán, mantenerse a distancia ante la trascendencia de Yahvé/Alá, les parece más respetuoso que cerrar a cualquier precio, en una cristología y doctrina trinitaria, el insalvable abismo entre lo incondicionado y lo condicionado. ¿No conducirán tales síntesis por último, sin falta, a un saber absoluto hegeliano, a una dictadura de la gnosis, y de este modo, como ha mostrado inexorablemente la dialéctica histórica, no se conducirán a sí mismas ad absurdum por la real situación del hombre?." (BALTHASAR, Hans Urs von, Epílogo, Madrid 1998, 43-44)
"...lo impensable de antemano de la autoentrega o autodesposeimiento que convierte antes que nada al Padre en el Padre no se ha de atribuir al conocimiento, sino sólo al amor gratuito, lo cual muestra a éste como el "trascendental por antonomasia"."(BALTHSAR, Hans Urs von, Teológica, Vol II, Verdad de Dios, Madrid 1997, 173)
"La obra de Juan (de la Cruz) está impregnada toda ella de una negación tremenda o, más precisamente, de una reducción. Nada creado es Dios y, como todo lo creado tiene forma , hay que superar toda forma y dejarla pasar, si Dios ha de ser objeto de nuestra intuición."(BALTHSAR, Hans Urs von, Gloria. Una estética teológica. Parte segunda: Formas de estilo. Vol 3. Estilos laicales, Madrid 1986, 138).
""Un agua viva murmura en mí; me dice internamente: Al Padre" (Ignacio). "El goce del país extraño se nos acaba,/ Al Padre queremos volver, a casa" (Novalis). ¿No es también todo el anhelo de Jesús regresar al Padre, cumpliendo la voluntad de éste? "Si me amárais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo" (Jn 14,28). Y permaneciendo junto al Padre no descansará hasta que se pueda someter al Padre junto con todo el mundo a él sometido, "para que Dios sea todo en todo" (1 Cor 15,28). El Padre, que, mientras duró la obra del mundo, "trabajó" "con sus dos manos" por lo cual el Hijo sólo hacía "lo que (veía) hacer al Padre" (Jn 5,19s.)-, trabaja con vistas a un sábado en el que el hombre descanse junto a Dios "de sus trabajos, al igual que Dios de los suyos" (Hb 4,10)...Esto es el regreso a la patria, no sólo del Hijo y del Espíritu al Padre, sino con ellos y mediante ellos de la creación entera. Por eso el anhelo de origen paterno no es ninguna huida del mundo. De este regreso a la patria hemos de tratar al final de nuestro largo recorrido, pues éste no podía tener otra meta."(BALTHASAR, Hans Urs von, Teológica. Vol III, El Espíritu de la verdad, Madrid 1998, 429-430)
"Se aclara también por qué en la Trinidad económica había de tener lugar una inversión respecto a la inmanente: únicamente debido a que el Señor se hace siervo. En el espíritu del siervo obediente no se encuentra el comportarse como el Señor del Espíritu; puesto que el Hijo "depositó" junto al padre su "condición divina" y "se despojó...tomando condición de siervo", pone de relieve la disponibilidad respecto al Padre ya enteramente presente en su respuesta amorosa a éste. Esta actitud corresponde a la pura criatura, pero se encuentra desde siempre arquetípicamente en el Hijo eterno. De esta manera, sin modificación de su condición divina, pudo "hacerse semejante" (o igual) a los hombres y aparecer en su porte como hombre; y se humilló" "obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,6-8). Tampoco el Espíritu, que él tiene desde siempre en sí y que hace salir de sí, tiene que modificarse en nada en adelante: en cuanto Espíritu de la disponibilidad perfecta para con el Padre, está activamente presente en él; y, al mismo tiempo, en cuanto Espíritu del Padre que transmite sus mandatos, lo conduce hasta la condición humana y se cierne sobre él desde el bautismo, para convertirlo a lo largo de su vida, como el supremo de los profetas, en el receptor del mandato del Padre. Se convierte en cuanto hombre en lo que como Dios es desde siempre, en el que se recibe a sí mismo como la Palabra del Padre, que "da testimonio de lo que ha visto y oído" (Jn 3,32); con ello puede mantener a la vez, no obstante, la soberanía de la eterna palabra pronunciada por el padre: auto-recepción como auto-ser."(BALTHASAR, Hans Urs von, Teológica. Vol III, El Espíritu de la verdad, Madrid 1998, 205).
""Se puede decir con Agustín, sin olvidar los aspectos entre sí inseparables de la "emet" divina: "El Padre es para el Hijo, que es la verdad, el origen verdadero, y el Hijo es la verdad (veritas) nacida del Padre verdadero, y el Espíritu Santo es la bondad (bonitas) que procede del Padre bueno y del Hijo bueno; de todo ello no difiere la divinidad (divinitas), ni se ha de separar la unidad (unitas)" (BALTHASAR, Hans Urs von, Teológica. Vol III, El Espíritu de la verdad, Madrid 1998, 202).
"La necesidad de proposiciones contrapuestas se pone radicalmente de manifiesto en lo que atañe al impenetrable misterio del Padre- en el concilio IV de Letrán: "El Padre, en efecto, engendrando ab aeterno al Hijo, le dio su substancia,...Y no puede decirse que le diera una parte de su substancia y otra se la retuviera para sí, como quiera que la substancia del Padre es indivisible, por ser absolutamente simple. Pero tampoco puede decirse que el Padre traspasara al Hijo su substancia al engendrarle, como si de tal modo se la hubiera dado al Hijo que no se la hubiera retenido para sí mismo, pues de otro modo hubiera dejado de ser substantia" (DS 805). ¿Entregar y, sin embargo, no entregar? Al engendrar, un ser humano entrega una pequeña parte de sí mismo, pero retiene para sí su condición humana. Dios Padre lo entrega todo según la teología occidental, junto con la totalidad de la divinidad, también su capacidad de hacer proceder al Espíritu Santo-: ¿cómo sigue siendo, no obstante, lo que era? O, si este "era" suena arriano, intentemos pensar conjuntamente: él "es" desde la eternidad Padre, entregando desde la eternidad su totalidad. Aquí la relación (relatio) parece coincidir con la esencia (substatia), pero no plenamente, porque también el Hijo recibe toda la substantia "Dios", exceptuando únicamente el dar paterno. Y, sin embargo, la peternidad (no dada) no por eso es escatimada, porque ella es el principio del dar todo. Nosotros nos hemos guardado de poner en conexión (agustinianamente) esta entrega total con el "autoconocimiento" de Dios, pues ni se puede decir que el Padre engendre al Hijo (como Verbum mentis) a partir de su autoconocimiento (esencial), ni que lo engendre para alcanzar dicho autoconocimiento. Así, sólo resta entender la entrega paterna como un acto previamente impensable de amor, que el Hijo como tal recibe; y no "pasivamente", como amado, sino, puesto que recibe la substantia del Padre como su amor, simultáneamente como co-amante, como el que ama a su vez, el que responde al todo del amor paterno, el que está dispuesto a todo en el amor. De ahí resulta la reciprocidad de la admiración mutua, y adoración, infinita gratitud mutua (del Padre, porque el Hijo se deja engendrar eternamente; del Hijo, porque el Padre se entrega eternamente); de la mutua súplica (del Padre, que el Hijo quiera cumplir todos sus deseos; del Hijo, que el Padre le permita poder cumplir sus deseos más extremados); una reciprocidad de amor absoluto, que al parecer debía de bastarse eternamente, pero cuyo carácter interno es de tal exuberancia, que "de improviso" se podría decir- y precisamente como exuberancia hace proceder algo que es de nuevo Uno: la prueba de que la reciprocidad amorosa ha tenido éxito, lo mismo que el hijo humano es a la vez la prueba del amor mutuo de los padres y el fruto de ese amor. "El tercero", dice Tertuliano, "es el fruto de la raíz del árbol frutal". Sale de la reciprocidad como lo incomprensible, intangible para sí mismo y, sin embargo, de forma perfecta, lo liberado: el Espíritu (-aliento-viento-brisa) "sopla donde quiere,...no sabes de dónde viene ni a dónde va" (Jn 3,8). Él es esta exuberancia del amor, un fenómeno, no sólo del mundo natural, no sólo del amor humano, sino del Ser absoluto."(BALTHASAR, Hans Urs von, Teológica. Vol III, El Espíritu de la verdad, Madrid 1998, 160-161).
"La verdad cristiana es trinitaria en la medida en que Jesucristo, el Hijo humanado del padre, encarnado y acompañado por el Espíritu a lo largo de su vida, actividad y pasión, es, en cuanto palabra de revelación, "la verdad" (Jn 14,6), pues él representa de forma adecuada el amor del padre hasta su muerte. Éste fue el tema central del volumen anterior. En cuanto enviado, el Padre quiere, aprueba y acompaña la verdad del Hijo que lo revela, también él puede ser llamado "verdadero" (alethinos). "Yo no he venido por mi cuenta; el que me ha enviado es verdadero" (Jn 7,28). La conclusión lapidaria, aun cuando enigmática, de la gran carta de Juan repite tres veces en el mismo versículo la palabra "el verdadero". La primera, seguramente referida al Padre; la segunda vez, aplicada ciertamente al Hijo; en cambio, la tercera afirmación parece referida a ambos a la vez o a uno de los dos-verosímilmente al Hijo-: "Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios verdadero y la vida eterna" (1 Jn 5,20). Así, el Hijo es verdadero en cuanto explicador fiel, no sólo por traducir exactamente en palabras humanas su logos, sino también por el hecho mismo de ser "la luz verdadera" (1,9), "el pan verdadero" (6,32), el "verdadero juicio" (8,16), la "vid verdadera" (15,3); en todo ello él es la verdad de Dios en forma mundana. Sin embargo, todo esto permanecería inaccesible para nosotros si no se nos hubiera dado el "Espíritu de la verdad" (Jn 14,17; 15,26; 16,13; 1 Jn 4,6), para, como dice Pablo, poder conocer junto con él "las profundidades de Dios" que sólo el Espíritu sondea. Pues "nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado" (1 Cor 2,11s.) y, consiguientemente, poder discernir los espíritus ("el espíritu de la verdad y el espíritu del error", 1 Jn 4,6) y poder percibir la permanencia de Jesús en nosotros: "En esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio" (Jn 3,24). En este punto, el Espíritu es tanto negativa como positivamente- el explicador indispensable de la verdad trinitaria y, por tanto, en todas las funciones que se le asignan, el objeto final de la teológica." (BALTHASAR, Hans Urs von, Teológica. Vol III, El Espíritu de la verdad, Madrid 1998, 25-26).
"En el Antiguo Testamento la verdad de Dios se identifica con su fidelidad: emeth es la única palabra para ambas cosas; y hay que observar que la unidad de dos aspectos en un solo concepto no es una deficiencia de una lengua primitiva, sino la expresión de un hecho incuestionable. Por un lado, la palabra de Dios se identifica con su acción, con lo establecido por él en la historia salvífica; por otro, la misma palabra se identifica con su ser, él mismo responde por ella con toda su alma, se identifica con su palabra. Ahora bien, puesto que todo ha sido hecho por la palabra de Dios, nuestra confianza en la fidelidad de Dios no puede separarse ni un momento del conocimiento de las cosas. En el fondo, lo que esto quiere decir es que en el marco bíblico se anuncia la experiencia universal de los hombres en esta doble dirección: primero, que una visión correcta del mundo y un comportamiento adecuado en él no son posibles más que sobre la base de una fidelidad (interpersonal); segundo, que la verdad lógica no puede hacer abstracción de la veracidad personal, como muy bien lo prueba la sabiduría de todas las lenguas, también de las indogermánicas. En la Biblia del Antiguo Testamento, Dios "prueba" la fidelidad de su palabra, de la que hay que fiarse, por la de sus acciones que, por otra parte, no se las reconoce como tales más que cuando uno se compromete personalmente con la fidelidad de Dios. Todo pacto se funda sobre la mutua confianza de los contratantes; la alianza del Sinaí continúa intacta mientras que Israel se fía de la verdad y fidelidad del Dios de la alianza. En el Nuevo Testamento juega un papel decisivo la idea de "haber dado garantías". Así como la verdad del mensaje de Jesús puede y debe leerse no sólo a partir de sus palabras, sino también de sus obras y de toda su conducta, así también la verdad del Evangelio debe realizarse desde la "cualificación" existencial y la diafanidad de la predicación apostólica. El cumplimiento de la antigua alianza por Jesucristo es la realización del sí de Dios, inmerso en todas sus promesas, "por es, a través de él (Cristo), respondemos nosotros (los apóstoles) a la doxología con el amén a Dios" (2 Co 1,19ss.); en este punto, Jesús es a un tiempo el sí de Dios al mundo y, en unión con éste ("con nosotros"), el correspondiente sí (el Amén) del mundo a Dios; es decir, la plena ratificación y realización de la verdad entre Dios y el mundo como alianza entre la libertad infinita y la finita. En la alianza infinita de Dios descansa en la fidelidad a su propio ser. Esta se expresa mediante el juramento de Dios ante sí mismo (Gn 22,16), ampliamente comentado en Hb 6,13-17; 7, 20ss., por tanto, mediante la suprema forma de garantía de la verdad, en que la palabra divina dada es decir, Jesucristo- se convierte en la "garantía" (engyos Hb 7,22) de la verdad suprema de la alianza definitiva e insuperable. El único anclaje, capaz de ofrecer seguridad a la criatura que anda oscilando en la libertad divina, radica, de ahora en adelante, objetivamente en la veracidad de Dios, y subjetivamente en la propia actitud de confianza de la criatura, actitud que, por otra parte, no puede asegurarse de la verdad objetiva mediante la propia reflexión, sino que debe brindarse a ella como a una verdad libremente donada. Siempre es Dios el que se define como la "roca" sobre la que se consigue un apoyo firme." (BALTHASAR, Hans Urs von, Teodramática. Vol II, Las personas del drama: el hombre en Dios, Madrid 1992, 231-233). b) La libertad de Dios La libertad de Dios no se puede reducir nunca a mero material de la razón: "Si por esto desde ahora se pasa a los datos de la religión (religiones) revelada, desde un principio es así seguro que sus datos no tendrán el objetivo de tapar las brechas que la razón no puede cerrar y ayudarle a un sistema definitivo, pues estos datos sólo son válidos como aquello para lo que se entregan: autoapertura de Dios en una libertad que no puede transformarse nunca, como tal, en un material de la razón" (BALTHASAR, Hans Urs von, Epílogo, Madrid 1998, 28). No basta un saber acumulativo para llegar a Cristo. Se debe tener muy en cuenta la libertad de Dios, puesto que la revelación histórica de Dios en Cristo no se puede deducir, ni siquiera postular: "Pero con tal representación ingenua de la "apologética" del cristiano, como alpinista espiritual, se encuentra con los lindes de un abismo infranqueable. En verdad llega con este método aditivo e integrador a una determinada altura, pero ve de repente que siguiendo este camino ( en el caso que fuese transitable) no llegaría a Cristo, sino a Hegel, es decir al "saber absoluto", que absorbe dentro de só a la fe cristiana (quizás optima fide), aun cuando este saber, para la última síntesis entre Dios y el mundo, necesitó de una cristología, de un Viernes Santo especulativo y de un Pentecostés especulativo. Muchos cristianos creen (¿quizás con el mismo Hegel?) que, de este modo, han alcanzado el sentido más profundo de su propia religión, sin ver entretanto que con esto han perdido la libertad de Dios en su autorrevelación y por eso la inconcebibilidad del amor que se entrega libremente ("sólo el amor es digno de fe"). Han llegado de improviso más allá de éste, lo tienen a las espaldas o en el bolsillo en lugar de verlo siempre ante sí como misterio digno de adoración. ¿Qué hacer? Al método de la integración creciente no puede renunciarse fácilmente, si debemos estar dispuestos, en cualquier ocasión, a dar "cuenta de nuestra esperanza" (1 P 3,15). Pero este método no puede conducir por sí solo al objetivo, ni siquiera cuando se hubiera tenido en cuenta en esta integración creciente el momento de libertad creciente, pues tampoco entonces podría deducirse ni postularse la histórica revelación de Dios con Cristo como clave de bóveda." (BALTHASAR, Hans Urs von, Epílogo, Madrid 1998, 16).
"...la "alianza" entre Yahvé y su pueblo. Nos damos cuenta enseguida de que el uso de esta categoría implica una dificultad: el término nos lleva a pensar en un acuerdo bilateral, mientras que el concepto de una revelación de Dios a los hombres suscita, ante todo, la imagen de una iniciativa unilateral de la libertad de la gracia. para afrontar esta dificultad se pueden seguir dos vías de interpretación: la primera consiste en mantener la idea del compromiso y del acuerdo recíprocos y, por tanto, en ver el origen de la idea de la alianza no en el convenio de un compromiso entre Dios y el hombre, sino en la convergencia de las tribus que se juraron fidelidad ante su Dios común- en una confederación religiosa (anfictionía); en este caso se considera secundaria la idea de una alianza entre Dios y el hombre. Pero también es posible remitirse a una forma de alianza (comprobada en todo Oriente), en la que un individuo más fuerte, por ejemplo, un gran soberano, ofrece por su gracia a otro más débil, por ejemplo a un vasallo, una alianza que obliga sólo a este último, o bien incluye secundariamente en una relación jurídica también el favor del soberano. Pero también en este caso queda por determinar el paso de esta relación entre hombres a la relación entre Dios y hombre. Ni siquiera ciertas afinidades en la forma de la estipulación del pacto permiten todavía pasar por alto esta cesura definitiva. Hay que resignarse al hecho de que el acontecimiento capital en el que se basa la relación vital entre Yahvé e Israel no tiene analogías: no puede haberse tratado de un pacto contraído en un primer momento entre contrayentes humanos que, después, se habría transformado en una alianza entre Dios y el pueblo en un momento posterior, por ejemplo, con ocasión de la fiesta sagrada de renovación del pacto; ni se trata de un "pacto" entre un rey que oficia, como representante de la divinidad, y el pueblo; más aún, esto queda absolutamente excluido, porque (según la expresión de Gedeón) "no seré yo el que reine sobre vosotros ni mi hijo: Yahvé será vuestro rey (melek) (Jc 8,23), y porque el "mediador" Moisés no puede, en absoluto, equipararse con un representante terrestre de Dios, en cuyo nombre él estipularía un acuerdo con el pueblo; al contrario, Moisés se presenta como el servidor de un sujeto absoluto, que con extraordinaria majestad (kabod) obra y decide libremente. Pero el modo en que este yo divino habla al pueblo que tiene ante sí, junto al monte de Dios, y lo toma a su cargo, indica dos cosas distintas. En primer lugar, el que este Dios viviente entre en relación con un grupo de hombres de un modo especial y característico, es un hecho elemental y pura gracia unilateral, sin que haya necesidad de recordarlo expresamente. En segundo lugar, el hecho mismo de que Dios quiera entablar una relación vital excepcional con este grupo, comporta el que éste quede implicado de un modo total e incondicional: no se trata simplemente de "interioridad", de "ética", de elementos "cultuales" sino también y al mismo tiempo, de toda la existencia exterior, "jurídica" y "política", del grupo. Precisamente este carácter exclusivo de la relación que abarca ahora se establece entre Dios y el pueblo, implica el compromiso de la esfera jurídico-política para que tal relación pueda encarnarse plenamente." (BALTHASAR, Hans Urs von, Gloria. Una estética teológica. Parte cuarta: teología. Vol 6. Antiguo testamento, Madrid 1988, 132-134)
"El mero simbolismo del mundo de los signos no provoca sin más el acontecimiento. Guardini lo ha subrayado a menudo al hablar de la liturgia; es sabido con cuánta energía lo afirmó Agustín (por no hablar de Orígenes) a propósito de la eucaristía. Lo mismo ocurre en la oración privada ¿Con qué libertad va y viene el Señor! Y toda la educación divina en la oración apunta justamente a este importantísimo conocimiento y experiencia del que ora: ¡Ningún mérito, ningún ejercicio, ninguna actitud pueden forzar a Dios! La libertad tampoco está aquí en contradicción con la garantía de su gracia. Puesto que la gracia ha sido prometida y garantizada, el que ora puede conservar la confianza incluso en medio de la sequedad y la no-experiencia, y ha de aprender a distinguir de un modo cada vez más claro la fe del subjetivismo que acompaña a sus diferentes estados de ánimo, siempre tan cambiantes. Y, sin embargo, la purificación de los estados de ánimo subjetivos será siempre el camino por donde hemos de encontrar, de la manera más segura y más plenamente humana, a Dios tal cual es. Y Dios sólo puede estar allí donde se deja a salvo su libertad. Por tanto, toda evidencia subjetiva ha de abrirse sin reservas a esta libertad de la evidencia objetiva de la revelación. Ha de convertirse cada vez más en espacio acogedor y desposeído de sí mismo, donde Dios, encarnándose, puede manifestarse según su voluntad." (BALTHASAR, Hans Urs von, Gloria. Una estética teológica. Vol 1. La percepción de la forma, Madrid 1985, 369).
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